Jueves. Llegas a casa cansada. Está siendo una semana horrible. Hoy vuelves a llegar tarde. ¿Dónde quedó el propósito de irte a tu hora?
Son casi las ocho. La chica está a punto de irse. A ver si te da tiempo a quitarte el traje y a ponerte cómoda, que si no los niños te van a poder la ropa perdida. Ya estás. Qué de ruido hacen, con lo que te duele la cabeza. Hablan a la vez: te lo quieren contar todo y no te enteras de nada. Venga, anímate. Sólo pasas esa hora al día con ellos, hay que disfrutarla.
Ya está. Han cenado, se han lavado los dientes y ahora duermen. La casa no está recogida pero da igual. Llevas imaginándote este momento desde que, a mediodía, pasaste delante del quiosco y te compraste la revista.
Sacas tu tesoro del bolso. Vas a la nevera. Coges un helado. Te tumbas en sofá. Empiezas a analizar las fotos. Qué guapa va siempre ésta. Buscas los Aarg. Sonríes. Te relajas. Ya estás mejor. Después de un día entero leyendo sobre regulación bancaria, por fin algo estimulante. Qué bonito vestido éste, que horror aquel. Pones verde mentalmente a alguna famosa. Con el dinero que tiene, y mira como va. Si es que hay gente que no tiene clase. Lo analizas en detalle, lo estudias. Ya te acabaste el helado, que bien te ha sabido.
Terminas tu lectura. Ha sido un ratito para ti. Una tontería. Pero algo que necesitabas. Te vas a la cama contenta. Si es que, en el fondo, las mujeres somos muy simples.