Fueron numerosos los factores que se dieron, en el estallido de la Tercera Guerra Carlista, aunque el que más destacó fue el auge de la violencia. Como en las pasadas guerras, los carlistas, intentaron sacar provecho de los miedos, descontentos y desesperaciones, que provocaba un supuesto avance revolucionario. Por otra parte, los choques entre la Iglesia y los gobiernos del Sexenio Revolucionario (1868-1874) fueron constantes. Tras la aprobación de la libertad de cultos y promulgarse la Constitución de 1869, los enfrentamientos se multiplicaron, haciéndose más violentos.
El alzamiento carlista, se vio favorecido por la desunión existente en las filas revolucionarias y los continuos enfrentamientos entre progresistas, unionistas, demócratas y republicanos. Las continuas crisis empujaron a los militares carlistas a pensar que, en 1872, se daban las condiciones óptimas para un nuevo alzamiento. Por otra parte, en 1868, se había iniciado en Cuba una sublevación independentista (Guerra de los Diez Años)
Al igual que en 1833, la cúpula militar legitimista estaba formada, mayoritariamente, por militares profesionales que gozaban de una experiencia bélica; además, la mayoría habían servido a la reina Isabel II, por lo que conocían a la perfección, el ejército liberal que se les enfrentaría. Tanto en el frente del norte como en el del este, los mandos carlistas intentaron formar un ejército regular, aunque contando con las partidas de guerrilleros.
Mientras, en el ejército liberal, la recluta se basaba en el reclutamiento obligatorio, siendo ministro de la Guerra, el general Prim. Salvo las provincias con privilegios forales, ninguna persona estaba libre de ser reclutada, aunque los jóvenes adinerados, compraban su exclusión de filas, pagando una cantidad en metálico o a un sustituto que se incorporara en su lugar. El recluta pasaba un periodo de seis años de servicio, salvo en caso de guerra, que no había límite.
El ejército liberal del norte superaba al carlista, tenía tras de sí más territorio, más población, mayores recursos, el reconocimiento como beligerante que el carlista no tenía y una superioridad en cuanto al número de tropas de casi dos a uno. Los liberales podían moverse por el interior del territorio carlista, ya que no había frentes fijos, al no poder contar con el apoyo del campo, que se había sublevado a favor de Carlos VII, carecían de posibilidades de abastecimiento, por lo que tenían que depender de sus suministros procedentes del rio Ebro y el interior de la península, zonas siempre amenazadas por las partidas carlistas. Situación que hacía que, la correlación de fuerzas quedara, en muchas ocasiones a la par.
En el frente este, no se pudo formar un ejército de operaciones; las fuerzas que se opusieron a los carlistas se encontraban bajo el mando del capitán general de Cataluña; por lo que, al ser más amplio que el frente norte, se tuvieron que organizar dos ejércitos de maniobra, que operaron en el Levante y el Centro.
En abril de 1872 —al iniciarse la guerra—, el trono español estaba ocupado por Amadeo I de Saboya, cuyas fuerzas armadas contaban utilizando las banderas rojigualdas adoptadas en 1843, con el escudo real en el centro, sobre el cruce de un aspa roja de Borgoña y con lema a su alrededor, indicando nombre y número del Regimiento, además del batallón al que pertenecían. La única novedad fue la exclusión del escudo central con las armas de Borbón por otro, con una cruz blanca sobre fondo rojo de la dinastía Saboya.
El 11 de febrero de 1873, el Gobierno republicano sucedió a la monarquía amadeista, y el presidente Estanislao Figueras, comentó que los colores de la enseña patria, deberían ser, el morado, encarnado y amarillo. A pesar de lo cual, el ejército continuó luciendo sus banderas, hasta que, el 2 de octubre, el Gobierno Republicano, dispuso que la bandera nacional siguiera siendo la rojigualda, aunque eliminando los símbolos monárquicos. Con la llegada al trono de Alfonso XII, éste restableció el 6 de enero de 1875, el decreto de banderas de 1873.
Por su parte en la España donde predominaban los carlistas, sus soldados seguían utilizando banderas rojigualdas, ya que Carlos VII, se consideraba el heredero legítimo del trono. No obstante, los carlistas, también usaron banderas blancas y moradas. Ante la necesidad, de diferenciarlas las de sus enemigos, se optó por utilizar, en ellas, imágenes religiosas.
Desde Ginebra, el 14 de abril de 1872, el Pretendiente dio la siguiente orden: “Ordeno y mando que, el día 21 de los corrientes, se haga el alzamiento en toda España, al grito de ¡Abajo el extranjero! ¡Viva España!
Fueron numerosos los hombres que se movilizaron, pero su fuerza quedó reducida, una vez más, a la geografía habitual del movimiento legitimista: País Vasco y Navarra, algunas partidas en Cataluña, Aragón y Valencia, y muy escasas en el resto de España. Fueron necesarios escasos días para la sociedad española se persuadiera del fracaso del alzamiento. El 4 de mayo una columna gubernamental, al mando del general Domingo Moriones, sorprendieron a las fuerzas carlistas destacadas en Oroquieta. Don Carlos consiguió escapar, pasando a Francia.
El 24 de mayo la Diputación de Guerra vizcaína y el general Serrano, firmaban el Convenio de Amorebieta, que preveía un amplio indulto para los sublevados, siendo mal recibido por los liberales. Para los mandos carlistas, fue considerado una traición parecida al Convenio de Vergara de 1839. Así se fue extinguiendo la sublevación en el norte. Otro tanto pasaba en el resto de España. La estrategia del levantamiento carlista se fue desmoronando como un castillo de naipes. Sin embargo, fueron las partidas y el liderazgo de algunos de sus jefes y cabecillas, lo que mantuvo viva la causa, tanto en Cataluña como en el Maestrazgo, hasta que, el mes de diciembre de 1872, el movimiento carlista volvió a prender en el norte.
El 15 de septiembre, tras la celebración de unas nuevas elecciones, se abrieron nuevas Cortes ordinarias, en la España liberal. En el discurso de la Corona, el rey Amadeo I, afirmó que la rebelión estaba a punto de ser reducida, pero, a los días, los periódicos de la capital incluían en sus titulares, el estallido de nuevos focos carlistas en Valencia. Mientras, en Francia, se produjeron cambios entre los mandos legitimistas, siendo nombrado Antonio Dorregaray, comandante general de las provincias del norte. Era necesario aprovechar la agitación popular. El levantamiento se fijó para el 18 de diciembre. La noche del 20 al 21 de diciembre de 1872, el coronel carlista Díaz de Rada atravesó la frontera.
A lo largo del primer semestre de 1873, los carlistas fueron controlando las cuatro provincias. Lo que provocó que cundiera el desconcierto en el ejército liberal, acentuado a causa de la caída de Amadeo I y, la proclamación, el 11 de febrero de la Primera República, lo que provocó que, las fuerzas gubernamentales fueran lideradas, en ocho meses, por cuatro generales. Los carlistas, por su parte, pronto comenzaron a crear un ejército capaz de oponerse al de sus enemigos. Esta capacidad se puso de manifiesto en las batallas de Eraul y de Udave, las cuales posibilitaron, en julio, la entrada de Carlos VII en España.
El Pretendiente juró los fueros del Señorío de Vizcaya en Guernica, y en agosto las tropas carlistas entraron en Estella. El jefe del ejército republicano, Domingo Moriones, decidido a recuperar la ciudad, planteó la Batalla de Santa Bárbara de Maneru, el día 6 de octubre, en la que obtuvo una importante victoria, aunque el jefe liberal, reunió tropas cerca de Estella, entre el 7 y el 9 de noviembre, combatiendo en la Batalla de Montejurra. Mítica victoria carlista. Así, a finales de 1873, la mayor parte del País Vasco y Navarra estaban en manos de los carlistas, por lo que, el 25 de diciembre, Carlos VII, fue ungido en el Santuario de Loyola, por el obispo de Urgel y copríncipe de Andorra, y estableció su Corte en Estella.
En Cataluña, ante las esperanzadoras noticias recibidas de otras zonas, vieron como aumentaban sus partidarios. En los primeros meses de 1873 prosiguieron las escaramuzas, y el día 30 de junio, las fuerzas legitimistas subieron a Montserrat; el infante Alfonso de Borbón quería consagrar su ejército al Sagrado Corazón de Jesús. Paralelamente, en Aragón fue adquiriendo fama la partida de Marco de Bello, mientras, en el Maestrazgo, fueron varias las partidas que se echaron al monte. El dominio de los carlistas fue tal, que, en octubre, cortaron la línea férrea de Tarragona a Valencia. El 16 de octubre las tropas de Marco de Bello y José Santés entraron en Cuenca.
Un mes antes, el capitán general de Valencia solicitó al Gobierno el envío de tropas para poder acabar con el foco carlista del Maestrazgo, haciéndose con Morella. El general Valeriano Weyler, recibió orden de trasladarse hacia allí, enfrentándose al enemigo en Ares del Mestre; aunque el 26 de octubre, tras un mes de campaña, se vio obligado a levantar el sitio de Morella.
En Castilla la Vieja, la guerra solo se extendió a Burgos y Logroño, aunque se organizaron algunas partidas en Ávila, León y Salamanca. En Asturias, la actividad carlista fue escasa. En Andalucía, en marzo, se abortó un intento carlista entre la guarnición de Jerez. En Galicia, los legitimistas fracasaron en todos los intentos; mientras Extremadura quedó como camino de paso para los carlistas que atravesaban la frontera de Portugal.
En vista de los avances, los mandos contrarrevolucionarios decidieron, a finales de año, antes de emprender el avance sobre Madrid, conquistar Bilbao, que no había caído en la Primera Guerra Carlista. Se estableció el cerco, y el 20 de febrero de 1874 dio comienzo el bombardeo de la ciudad. Ese mismo mes, el general Pavía, dio un golpe de Estado que ponía fin a los Gobiernos constitucionales republicanos, e implantaba una dictadura militar en la zona liberal, bajo la presidencia del general Serrano.
Las fuerzas republicanas trataron de romper el sitio de Bilbao por Somorrostro, sin conseguirlo. El 25 de marzo, hubo una segunda ofensiva apoyada por la escuadra del almirante Topete, por entonces ministro de Marina; pero el 27, las tropas carlistas dirigidas por Ollo frenaron a los gubernamentales en San Pedro Abanto, obligándoles a retirarse. Inmediatamente, el general Serrano, solicitó refuerzos. A pesar de la llegada de refuerzos, la guerra continuó, aunque sin grandes avances por ninguno de los dos bandos. Aunque el fracaso de Bilbao había sido un hecho importante, el ejército carlista seguía intacto; por lo que el general Concha, se trasladó al Ebro para tomar Estella, la ya celebre capital carlista, sufriendo una dolorosa derrota, por un enemigo inferior en número, entre el 25 y el 27 de julio en Abárzuza. A principios de agosto, los carlistas consolidaron su posición en Álava, al tiempo que estrechaban el cerco a Vitoria. Animados por estas acciones, intentaron sitiar Pamplona, entre el 27 de agosto de 1874 y el 3 de febrero de 1875.
El infante Alfonso había regresado en abril a Cataluña, tras haberse reunido, en el Cuartel Real con Carlos VII. Tras su regreso se inició un avance hacia el Maestrazgo y las tierras de Aragón. A continuación, decidió tomar Cuenca, adonde se presentó el 12 de julio. Cuatro días más tarde sus tropas entraban en la ciudad, sometiéndola a un brutal saqueo, tras el cual, el infante Alfonso decidió partir hacia Chelva para reorganizar sus fuerzas. Hecho lo cual, partió nuevamente para atacar Teruel, ciudad que atacaron el 4 de agosto, pero la ciudad resistió hasta la llegada de dos columnas liberales que la salvaron. El infante, entonces, atacó Vinaroz y Peñíscola.
El 9 de septiembre, Carlos VII firmó dos Reales Decretos, en uno de ellos ordenaba la separación del ejército del centro de las fuerzas que operaban en Cataluña. Algo que contrarió a su hermano Alfonso, ya que anulaba los proyectos que tenía para conseguir la victoria. Éste entonces, solicitó ser relevado del mando y abandonar cualquier cargo dentro del ejército carlista. Aceptada la dimisión por su hermano, decidió marcharse de España; cruzando el Ebro por Flix, el 21 de octubre de 1874. Finalizaba, de esta manera, su aventura en el frente del Este. Mientras tanto, en el resto de España, la guerra continuó presentando el mismo panorama que el año anterior.
Pero, un hecho decisivo vendría a ser el principal obstáculo para la victoria del carlismo: la Restauración. El general Martínez Campos, al frente de sus tropas, proclamó, en Sagunto, rey de España a don Alfonso XII, hijo de la exiliada Isabel II. La burguesía financiera y comercial, el ejército regular y los resortes del poder apoyaron a don Alfonso XII. Cánovas, decidió acabar con la guerra, por lo que prometió indultos para todos aquellos carlistas que abandonaran las armas, al tiempo que, la propaganda alfonsina, notificaba el reconocimiento de Alfonso XII, por el general Ramón Cabrera junto a otros altos mandos militares legitimistas. Pero la guerra habría de decidirse en los campos de batalla, por lo que, las fuerzas alfonsinas, emprendieron una ofensiva que pretendía ser definitiva, a la que concurrió el propio monarca. El ejército liberal se propuso liberar Pamplona del cerco que la acechaba desde hacía tiempo. En el ejército opuesto, se puso al frente el propio Carlos VII, mientras que en el liberal, el joven e inexperto Alfonso XII, se dejaba aconsejar por su ministro de la Guerra, el capitán general Joaquín Elío. El combate duró dos horas, y el resultado desfavorable a los liberales. La derrota completa y a poco estuvo el monarca de ser hecho prisionero. Y, menos mal, que, una vez más, la falta de disciplina de los carlistas y la ausencia de caballería ligera, impidieron consolidar la victoria.
Por fin, el 7 de febrero, el rey Alfonso XII, entraba en Pamplona, tras lo cual la tranquilidad reinó en el norte por unos meses, lo que no impidió que la población se mostrase cansada de la guerra.
A diferencia de lo ocurrido en el frente vasconavarro, las tropas alfonsinas vencieron a las legitimistas en el centro y este peninsular. El dominio carlista en Cataluña comenzó a desmoronarse con el sitio de la Seo de Urgel, que dio comienzo el 20 de julio de 1875. Un asedio que se extendió a lo largo de casi un mes, hasta que, el 27 de agosto, la bandera de Carlos VII abandonó la ciudad. La caída de la Seo supuso el principio del fin de la guerra en ese frente, cuyos últimos estertores se apagarían pocos meses después, mientras que, las tropas de Martínez Campos fueron ocupando todas las poblaciones catalanas.
El 6 de enero de 1875, a eso de las 03:30, los carlistas atacaron Vinaroz, pero el encuentro se saldó con la retirada de las tropas carlistas. Martínez Campos envió, el 17 de julio, tropas que atacaron los fuertes de Flix y de Miravet, cortando las comunicaciones entre el Maestrazgo y Cataluña. Era el comienzo de la derrota carlista en Cataluña. .A continuación, se dirigió a Morella —la ciudad carlista por antonomasia—, para reunirse las tropas de Jovellar. Una vez juntos se enfrentaron a Dorregaray en Villafranca del Cid, donde los legitimistas se retiraron en desbandada. La última batalla se produjo, el 16 de julio, en El Collado, cuando las tropas carlistas se rindieron antes las alfonsinas
Tras el desastre producido en Cataluña y en el Alto Aragón, solo quedaba el bastión vasconavarro para oponerse a las tropas de Alfonso XII. A finales de enero de 1876, las tropas alfonsinas emprendieron una gran ofensiva en la zona oeste de la provincia de Álava. Ante lo que se les venía encima, los carlistas hicieron un nuevo intento de avivar la lucha en Cataluña.
Ante estos acontecimientos, don Carlos, convocó a sus oficiales en Beasáin, de cuya reunión no salió ningún nuevo plan de ataque o resistencia, únicamente se habló de retirada. Lo que aprovecho Alfonso XII para entrar, el 18 de febrero, en San Sebastián, y desde allí pasó a Tolosa, siendo, a continuación, recibido por el pueblo de Pamplona diez días más tarde. Ese mismo día, Carlos VII recibió los últimos honores por parte de sus tropas en Burguete, desde donde marchó a Valcarlos, y desde allí pasó a Francia.
Mientras los boletines oficiales notificaban el final de la guerra, y el comienzo del reinado de la paz y el progreso de Alfonso XII. Para celebrar tan esperado acontecimiento por la mayor parte de la población española, se organizaron festejos y actos conmemorativos a lo largo y ancho de todo el país.
La Tercera Guerra Carlista había acabado, y fue, años después, cuando ha surgido la pregunta entre muchos historiadores: ¿La Guerra Civil Española de 1936 a 1939, fue una Cuarta Guerra Carlista?
Ramón Martín