María del Puerto Alonso, ocd Puzol
Teresa de Jesús nos habla como madre y maestra del perdón. Perdón de Dios, perdón al prójimo, hecho experiencia en su vida.
El perdón de Dios –gratuito, incondicional, permanente– es algo que la transforma y la mueve a vivir este mismo perdón con el prójimo. ¿Que tuvo que vivirlo esta santa en su vida? Por supuesto que sí. Cuando fundó el primer Carmelo descalzo en Ávila, fue víctima de no pocas murmuraciones e incomprensiones. El caso es que ya Teresa tenía tal altura espiritual que no se sentía ofendida por ello. Se servía de un recurso que los psicólogos de hoy en día observan con estupor. Cuando era acusada de cosas que no había hecho o de falsas malas intenciones, ella reaccionaba pidiendo perdón, como si fuera culpable. Pero, a su vez, se sentía aliviada de que la culparan de aquello que no era y no de sus culpas verdaderas, a sus ojos peores que esas otras de las que la estaban acusando. Al mismo tiempo, el recuerdo de Cristo y el deseo de padecer algo por Él, que fue también juzgado sin culpa, la fortalecía. Sin embargo, no renuncia a dar explicaciones claras y serenas sobre sus verdaderas motivaciones (“descuento”, lo llama ella), en el momento que tiene ocasión. Pero luego no guarda rencor a aquellos que la riñeron sin motivo.
Así lo narra ella en el capítulo 36 del Libro de su Vida:
Como llegué y di mi descuento a la prelada, aplacóse algo, y todas enviaron al Provincial, y quedóse la causa para delante de él. Y venido, fui a juicio con harto gran contento de ver que padecía algo por el Señor, porque contra Su Majestad ni la Orden no hallaba haber ofendido nada en este caso; antes procuraba aumentarla con todas mis fuerzas, y muriera de buena gana por ello, que todo mi deseo era que se cumpliese con toda perfección. Acordéme del juicio de Cristo y vi cuán nonada era aquél. Hice mi culpa como muy culpada, y así lo parecía a quien no sabía todas las causas. Después de haberme hecho una gran reprensión, aunque no con tanto rigor como merecía el delito y lo que muchos decían al Provincial, yo no quisiera disculparme, porque iba determinada a ello, antes pedí me perdonase y castigase y no estuviese desabrido conmigo. En algunas cosas bien veía yo me condenaban sin culpa, porque me decían lo había hecho porque me tuviesen en algo y por ser nombrada y otras semejantes. Mas en otras claro entendía que decían verdad, en que era yo más ruin que otras, y que pues no había guardado la mucha religión que se llevaba en aquella casa, cómo pensaba guardarla en otra con más rigor, que escandalizaba el pueblo y levantaba cosas nuevas. Todo no me hacía ningún alboroto ni pena, aunque yo mostraba tenerla porque no pareciese tenía en poco lo que me decían. En fin, me mandó delante de las monjas diese descuento, y húbelo de hacer. Como yo tenía quietud en mí y me ayudaba el Señor, di mi descuento de manera que no halló el Provincial, ni las que allí estaban, por qué me condenar. Y después a solas le hablé más claro, y quedó muy satisfecho, y prometióme -si fuese adelante- en sosegándose la ciudad, de darme licencia que me fuese a él.
Esta es tan solo una de las muchas ocasiones en las que ella, a lo largo de su vida, se encuentra con una experiencia de tener que perdonar. Pero, como hemos dicho, su serenidad y aplomo a la hora de perdonar se debían a una experiencia fuerte del perdón de Dios en su vida:
Fíe de la bondad de Dios, que es mayor que todos los males que podemos hacer, y no se acuerda de nuestra ingratitud, cuando nosotros, conociéndonos, queremos tornar a su amistad, ni de las mercedes que nos ha hecho para castigarnos por ellas; antes ayudan a perdonarnos más presto, como a gente que ya era de su casa y ha comido, como dicen, de su pan. Acuérdense de sus palabras y miren lo que ha hecho conmigo, que primero me cansé de ofenderle, que Su Majestad dejó de perdonarme. Nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias; no nos cansemos nosotros de recibir (Vida 19,15).
En su hermoso comentario al Padrenuestro del libro del Camino de Perfección, Teresa comenta así la frase “perdónanos nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”:
Puede ser que al principio, cuando el Señor hace estas mercedes, no luego el alma quede con esta fortaleza; mas digo que si las continúa a hacer, que en breve tiempo se hace con fortaleza, y ya que no la tenga en otras virtudes, en esto de perdonar sí. No puedo yo creer que alma que tan junto llega de la misma misericordia, adonde conoce la que es y lo mucho que le ha perdonado Dios, deje de perdonar luego con toda facilidad y quede allanada en quedar muy bien con quien la injurió. Porque tiene presente el regalo y merced que le ha hecho, adonde vio señales de grande amor, y alégrase se le ofrezca en qué le mostrar alguno. Torno a decir que conozco muchas personas que las ha hecho el Señor merced de levantarlas a cosas sobrenaturales, dándoles esta oración o contemplación que queda dicha, y aunque las veo con otras faltas e imperfecciones, con ésta no he visto ninguna ni creo la habrá, si las mercedes son de Dios, como he dicho. El que las recibiere mayores, mire en sí cómo van creciendo estos efectos; y si no viere en sí ninguno, témase mucho y no crea que esos regalos son de Dios -como he dicho- que siempre enriquece el alma adonde llega. Esto es cierto, que aunque la merced y regalo pase presto, que se entiende despacio en las ganancias con que queda el alma. Y como el buen Jesús sabe bien esto, determinadamente dice a su Padre Santo que «perdonamos nuestros deudores»( CV 36, 12).
No basta perdonar, hay que “quedar muy bien con quien la injurió”. E insiste (aquí y en otras partes de sus obras) que la experiencia espiritual no es verdadera si no existe el perdón.
Para ello, es fundamental el conocimiento propio y la humildad (que es andar en verdad, según la Santa). Con estas dos virtudes de la mano, el perdón se nos hará más fácil y brotará del corazón. Sin olvidar el mirar a Jesús.