María del Puerto Alonso, ocd Puzol
La muerte es un tema tabú en estos tiempos. Se evita hablar de ella. Parece que hacerlo es algo de “mal gusto”. Sin embargo, ahí está, y no podemos eludirla. ¿Qué nos puede decir Teresa de la muerte?
Cuando nos narra su vida, no tarda en aparecer la muerte… su madre muere cuando ella cuenta tan solo trece años. Es un golpe para la Teresa adolescente que tenía una relación de complicidad con su madre, con la que compartía la afición a los libros de caballería (mal visto por su padre):
“Como yo comencé a entender lo que había perdido, afligida fuime a una imagen de nuestra Señora y supliquéla fuese mi madre, con muchas lágrimas. Paréceme que, aunque se hizo con simpleza, que me ha valido; porque conocidamente he hallado a esta Virgen soberana en cuanto me he encomendado a ella y, en fin, me ha tornado a sí.”
Supera este primer golpe encomendándose a María como madre. Pero su experiencia con la muerte, pronto comienza a vivirla en carne propia. Siendo ya monja carmelita, a pesar de su juventud, comienza a tener muchas enfermedades que la van minando. Estando en casa de su padre pide confesar, a lo que su padre se niega, al creer que lo pide por miedo a morir:
“Diome aquella noche un paraxismo que me duró estar sin ningún sentido cuatro días, poco menos. En esto me dieron el Sacramento de la Unción y cada hora o momento pensaban expiraba y no hacían sino decirme el Credo, como si alguna cosa entendiera. Teníanme a veces por tan muerta, que hasta la cera me hallé después en los ojos. La pena de mi padre era grande de no me haber dejado confesar; clamores y oraciones a Dios, muchas. Bendito sea El que quiso oírlas, que teniendo día y medio abierta la sepultura en mi monasterio, esperando el cuerpo allá y hechas las honras en uno de nuestros frailes fuera de aquí, quiso el Señor tornase en mí.” (Vida 5,9-10)
No se sabe si es por esta terrible experiencia, o porque ya lo tenía antes, pero la Santa confiesa que mucho tiempo tuvo gran temor a la muerte. Miedo del que solo Cristo la liberó:
“Quedóme también poco miedo a la muerte, a quien yo siempre temía mucho; ahora paréceme facilísima cosa para quien sirve a Dios, porque en un momento se ve el alma libre de esta cárcel y puesta en descanso” (Vida 38,5)
Otra experiencia fundamental en la vida de Teresa es la enfermedad y muerte de su padre. “Fuile yo a curar, estando más enferma en el alma que él en el cuerpo, en muchas vanidades, aunque no de manera que —a cuanto entendía— estuviese en pecado mortal en todo este tiempo más perdido que digo; porque entendiéndolo yo, en ninguna manera lo estuviera. Pasé harto trabajo en su enfermedad. Creo le serví algo de los que él había pasado en las mías. Con estar yo harto mala, me esforzaba, y con que en faltarme él me faltaba todo el bien y regalo, porque en un ser me le hacía, tuve tan gran ánimo para no le mostrar pena y estar hasta que murió como si ninguna cosa sintiera, pareciéndome se arrancaba mi alma cuando veía acabar su vida, porque le quería mucho.”
Teresa había dejado la oración. Su padre muere santamente. Y, tras su muerte, Teresa se confiesa con el padre dominico que había sido confesor de su padre. Y es ese hombre el que la dirige nuevamente al camino de la oración:
“Comenzándole a tratar, tratéle de mi oración. Díjome que no la dejase, que en ninguna manera me podía hacer sino provecho. Comencé a tornar a ella, aunque no a quitarme de las ocasiones, y nunca más la dejé” (Vida 7,17).
Para Teresa, a la luz de Cristo Resucitado, la muerte no es tanto un fenómeno biológico, sino teológico. “Morir por Cristo” será una consigna en su vida.
A la Santa le impresionaban los muertos. Ella nos cuenta una anécdota muy simpática que le pasó en la noche de difuntos en una de sus fundaciones… Esa noche sonaban todas las campanas a toque de muerto. Estaban Teresa y otra compañera solas en la casa que habían dejado horas antes, muy a regañadientes, los estudiantes que la habitaban. La compañera teme que haya quedado algún estudiante escondido en la casa. Teresa la tranquiliza, pero entonces vuelve a tomar la palabra la monja:
“Díjome: «Madre, estoy pensando, si ahora me muriese yo aquí, ¿qué haríais vos sola?». Aquello, si fuera, me parecía recia cosa; y comencé a pensar un poco en ello, y aun haber miedo; porque siempre los cuerpos muertos, aunque yo no le he, me enflaquecen el corazón, aunque no esté sola. Y como el doblar de las campanas ayudaba, que —como he dicho— era noche de las Ánimas, buen principio llevaba el demonio para hacernos perder el pensamiento con niñerías; cuando entiende que de él no se ha miedo, busca otros rodeos. Yo la dije: «Hermana, de que eso sea, pensaré lo que he de hacer; ahora déjeme dormir». Como habíamos tenido dos noches malas, presto quitó el sueño los miedos. Otro día vinieron más monjas, con que se nos quitaron.” (Fundaciones 19,5).
Son muy conocidos algunos de los poemas en los que la Santa habla de la Vida y la muerte: “Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero” o “¡Cuan triste es, Dios mío la vida sin ti! Ansiosa de verte, deseo morir”. Copiamos algunos versos del primero:
“Vivo ya fuera de mí
después que, muero de amor,
porque vivo en el Señor,
que me quiso para sí.
Cuando el corazón le di
puso en él este letrero:
Que muero porque no muero.”
La clave está en su amor a Dios. No es que desprecie la vida, es que ama la Vida. Por eso ya no teme la muerte.
Santa Teresa fallece en Alba de Tormes la noche del 4 al 15 de octubre de 1582, a los 67 años, de un cáncer de útero, en brazos de su fiel enfermera la Beata Ana de San Bartolomé, pero sin la compañía de su querido Padre Gracián.
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