María del Puerto Alonso,
ocd Puçol
¿Puede darnos una palabra sobre el perdón una joven que murió con apenas 19 años de vida y que pertenece al siglo pasado? Juanita, la futura santa Teresa de los Andes, fue una joven normal de su tiempo: fue al colegio, practicó deportes, tenía una familia con problemas… y sí, puede decirnos mucho sobre el perdón.
Cuando sus diarios y cartas nos hablan del perdón, nos muestran una niña buena, que ya la víspera de su primera comunión pide perdón a su familia, el relato es conmovedor y entrañable. El testimonio de su familia en los procesos de canonización fue unánime: desde niña, Juanita fue dulce, obediente y bondadosa. Un verdadero ángel. Tan solo recordaban una rabieta que ella misma narra. Fue tras su operación de apendicitis, seguramente todavía con los nervios afectados por la anestesia, que no era tan avanzada como hoy en día y era mucho más peligrosa y con más efectos secundarios. El caso es que fue una chiquillada: su hermana y su prima no se quisieron bañar junto a ella por ser “pequeña”. Juanita cogió un berrinche y se negó a vestirse tras el baño. Pronto se arrepintió y llorando pedía perdón: Yo creo que de este pecado he tenido contrición perfecta, pues lo he llorado no sé cuántas veces. Y cada vez que me acuerdo, me apeno de haber sido tan ingrata con Nuestro Señor que me acababa de dar la vida.
En su vida como interna en el colegio, protagonizó algunos episodios que pronto lamentaría y que le moverían a pedir perdón por su conducta. Así, por ejemplo, cuando, en una ocasión, se enfadó con sus compañeras que no le hacían caso, o cuando entró una abeja en la clase y ella salió corriendo, o cuando una monja le dio el caramelo pequeño y ella lo tiró y se enojó… Sorprenden en una adolescente sus reflexiones: ¿Habría obrado así Jesús?
Juanita se sentía una gran pecadora, ingrata para con las gracias que Dios le dio: ¡Oh qué ingrata me veo para con mi Dios! Tengo confusión, vergüenza con tantos pecados como he cometido. Dios mío, perdón. Cuánto te he ofendido y qué bueno eres Tú, que no me has condenado. Yo desde ahora odio el pecado pues él me aparta de Ti. Me hace objeto de horror a tu vista. Señor, perdón. Ya desde ahora quiero ser santa. Y pensar que el germen de todos los pecados es la soberbia y esa es mi pasión dominante… ¿Qué soy yo, Señor sino miseria, nada criminal? ¿Qué tengo yo, Señor, que Tú no me hayas dado? Señor. quiero ser humillada, ser despreciada, aborrecida, para acercarme más a Ti; para no amar más que a Ti. Quiero sufrir para reparar mis pecados. ¡Perdón, Señor, ten piedad de mi! (retiro 1917).
Pero en la joven, según entró en contacto con la orden del Carmelo, las carmelitas y nuestros santos, se va observando una evolución muy bonita. Va fijándose más en la Sagrada Escritura, en personajes como el Hijo Pródigo, la Magdalena, la Samaritana… Va empatizando con ellos y se fija, más que en su miseria, en la actitud de Jesús… Tú que me creaste, sálvame. Ya que indigna soy de pronunciar tu dulcísimo nombre, pues ello me serviría de consuelo, me atrevo, anonadada, a implorar tu infinita misericordia. Sí, soy ingrata. Lo reconozco. Soy polvo sublevado. Soy nada criminal. Pero, ¿acaso no eres Tú el Buen Pastor? ¿No eres Tú el que saliste en busca de la samaritana para darle la vida eterna? ¿No eres Tú el que defendiste a la mujer adúltera y el que enjugaste las lágrimas de María la pecadora? Es verdad que ellas supieron corresponder a tus miradas de ternura. Ellas recogieron tus palabras de vida. Y yo ¡cuántas veces no he sido traspasada por tu amor, cuántas veces no he sentido palpitar tu Corazón dentro del mío, escuchando tu melodioso acento!, y sin embargo, aún no te amo. Pero perdóname. Acuérdate que soy nada criminal; que solo puedo obrar el pecado. Oh mi adorado Jesús, por tu Corazón divino, olvida mis ingratitudes y tómame por entero. Aíslame de todo lo que pase en torno mío. Que viva yo contemplándote siempre. Que viva sumergida en tu amor, para que él consuma mi miserable ser y me convierta en Ti.
Juanita tuvo una familia en la que fue ángel de la reconciliación. Su madre sentía rencor hacia su marido que, con su mala gestión, dilapidaba el patrimonio familiar. Sus hermanos varones perdían la fe. Ella, con su sonrisa y sus palabras, trataba de ser lazo de unión y paz. Cuando Juanita dejó el colegio tras la boda de su hermana mayor escribe a un sacerdote: No creía que la vida del hogar fuera una vida de sacrificio. Créame, Rdo. Padre, que me ha servido de preparación para mi vida religiosa. Mi mamá me manda constantemente y me reprende cuando no hago las cosas bien. Y muchas veces sin motivo. No tengo cómo agradecérselo a N. Señor, pues así se lo inspira a mi mamá para que viva siempre en la cruz que es prenda de su amor. ¡Cuánto me cuesta a veces callarme! Y cuando contesto, me he propuesto besar el suelo para humillarme y pedirle perdón a mi mamá. También me esfuerzo en obedecer aún a mis inferiores, como obedecía N. Señor en Nazaret. Quiero asimismo que nadie sospeche que ciertas cosas a veces me son ocasión de sacrificio, mostrando mi buena voluntad para todo. Y como yo no lo manifiesto, todos creen tener derecho para exigir de mí lo que les agrada. A veces siento sublevarse todo mi ser dentro de mí misma, pero pienso que es el único medio de ser santa, y que por el amor a N. Señor se puede, y soporto todo. De esta manera me abandono a la voluntad de Dios, pues, como El me ama, elige para mí lo que me conviene. Creo estar un poco más humilde, aunque no del todo, pues no sólo me reconozco una nada criminal delante de Dios, sino que también, cuando me siento humillada, pienso mucho que más merecía, siendo tan miserable como soy.
Por fin llega el momento de dar a su familia el único disgusto de su vida: les manifiesta su vocación de carmelita. A todos pide perdón: sus padres, sus hermanos… pero se mantiene firme en su decisión una vez alcanzado el permiso paterno. No duda en decir que si se hubiese enamorado de un hombre, habría sacrificado su propia felicidad por la familia si esto hubiese sido de desagrado para ellos. Y no cuesta creerle, dada su actitud en la vida.
Ya como carmelita, comienza a pedir perdón por sus “sermones”. Se va respirando una frescura y una confianza en Dios cada vez mayor. Ante la muerte de un familiar escribe: ¡Qué de sorpresa llega la muerte, cuando no se piensa que hay una eternidad tras ella! Sin embargo, papacito, no desconfiemos de la misericordia de Dios que es infinita. Un solo gemido de su corazón basta para que sus pecados le hayan sido perdonados, aunque a nuestra vista y juicio aparezca lo contrario.
Cuando habla de Dios, toma preeminencia la imagen de un Dios bueno y compasivo, un juez que juzga “para perdonar”. En una de sus últimas cartas, nos habla del perdón de Dios Madre. Ya no puede decir más…: Solo unas cuantas líneas para consolarla, si nuestro Señor me lo permite. Le pido que no dé entrada al desaliento. El llorar mucho por las faltas que se cometen no es humildad; y más aún si son involuntarias. Debe, inmediatamente que caiga, pedirle perdón a Jesús y enseguida -como un niño con su madre- recostarse en su Corazón, confiada en que no solo la perdonó, sino que se olvidó. Somos miserables que caemos a cada paso. Somos niños que aún no sabemos andar. ¿Cómo Jesús se va a enojar por caídas que tienen por causa nuestra ignorancia, nuestra debilidad? Evite siempre toda falta voluntaria. Para esto pida a Jesús la libre de ella, y si cayera, inmediatamente, arrójese en el abismo del amor, y El las borrará y consumirá. Según sea el peso que estas faltas lleven, es decir, con cuanta mayor confianza y arrepentimiento estén, tanto más adentro la introducirá en ese océano de caridad y, por lo tanto, más bañada saldrá por el amor. En cuanto a lo que me dice -que cree que Jesús la mira irritado y que no quiere perdonarla-, es una tentación. Debe esforzarse en hacer actos de confianza. ¿Por qué temer que Jesús la rechace? ¿Una madre rechazaría a una hija que, desobedeciéndole, fuera después a pedirle perdón? No. La estrecharía contra su corazón. ¿Por qué no pensar que hace eso Jesús con nosotras, criaturas miserables, cuando Él encierra no una ternura de madre, sino una ternura que no conoce término, porque es infinita?
¿Adónde hubiese llegado nuestra joven hermana de haber vivido más años? Discípula aventajada de nuestros santos, hubiese profundizado más y más en el abismo de misericordia de nuestro Dios…
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