Revista Cultura y Ocio

Teresita de Lisieux y el perdón

Por Maria Jose Pérez González @BlogTeresa

Teresita de Lisieux y el perdónMaría del Puerto Alonso,
ocd Puçol

¿Qué puede decirnos del perdón una joven que entró con 15 años a un convento? Pero no olvidamos que Teresita es doctora de la Iglesia y que tiene siempre una palabra que darnos, sobre todo en la ciencia del amor…

Teresita aprendió del perdón de sus santos padres Luis y Celia. Ambos vivieron heroicamente este aspecto esencial en la vida cristiana. Solo pondré un ejemplo: cuando, tras perder la guerra, tuvieron que acoger en su casa a soldados enemigos, Celia fue exquisita en el trato a ellos, sobrepasando lo que era obligado, llegando a dar unos dulces y consolar a uno de los soldados, que estaba pasando un mal momento, no viendo en él al enemigo, sino a la persona. En cuanto a Luis, un soldado le robó en la relojería, fue a denunciarlo, pero tras saber que la denuncia podía implicar la pena de muerte para el ladrón, la retiró inmediatamente.

A Teresita, ambos le enseñaron a pedir perdón desde su más tierna infancia. Así lo narra ella misma en la Historia de un alma, copiando un párrafo de una carta de su madre: «Es una niña que se emociona con gran facilidad. Cuando hace algún pequeño desaguisado, todo el mundo tiene que saberlo. Ayer rasgó sin querer una esquinita del empapelado y se puso que daba lástima, había que decírselo enseguida a su padre. Cuando este llegó, cuatro horas más tarde, ya nadie pensaba en lo sucedido, pero ella fue corriendo a decirle a María: “Dile enseguida a papá que he rasgado el papel”. Y estaba allí como un criminal que espera su condena; pero tiene su teoría de que, si se acusa, la perdonarán más fácilmente».

Podría pues, llegarse a la conclusión, de que cuando fuese jovencita, Teresa creería en el perdón, siempre que hubiese un arrepentimiento claro. Pero sorprendentemente, en su adolescencia, nos da testimonio de cómo cree ya en la misericordia sin límites de Dios cuando nos narra el caso del asesino Pranzini, al que todo el mundo daba por condenado en el infierno, menos ella y su hermana Celina: «En el fondo de mi corazón yo tenía la plena seguridad de que nuestros deseos serían escuchados. Pero para animarme a seguir rezando por los pecadores, le dije a Dios que estaba completamente segura de que perdonaría al pobre infeliz de Pranzini, y que lo creería, aunque no se confesase ni diese muestra alguna de arrepentimiento, tanta confianza tenía en la misericordia infinita de Jesús; pero que, simplemente para mi consuelo, le pedía tan solo «una señal» de arrepentimiento…».

Así, pues, Teresita, creía en el perdón de Dios aunque no hubiese confesión ni signo de arrepentimiento. Su confianza en la misericordia infinita de Jesús era ilimitada. Cuando, más adelante, siendo monja en el convento, se cartee con dos jóvenes sacerdotes, uno de ellos alegará que las indelicadezas de las almas consagradas son más difíciles de perdonar para Dios que los pecados graves de los demás. Y ella le responde: “Estoy completamente de acuerdo con usted: «al Corazón de Dios le entristecen más las mil pequeñas indelicadezas de sus amigos que las faltas, incluso graves, que cometen las personas del mundo». Pero, querido hermanito, yo pienso que eso es solo cuando los suyos, sin darse cuenta de sus continuas indelicadezas, hacen de ellas una costumbre y no le piden perdón; solo entonces Jesús puede decir aquellas palabras conmovedoras que la Iglesia pone en nuestra boca durante la semana santa: «Esas llagas que veis en mis manos son las que me hicieron en casa de mis amigos». Pero cuando sus amigos, después de cada indelicadeza, vienen a pedirle perdón echándose en sus brazos, Jesús se estremece de alegría y dice a los ángeles lo que el padre del hijo pródigo dijo a sus criados: «Sacad enseguida el mejor traje, y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y hagamos una fiesta». Sí, hermano mío, ¡qué poco conocida es la bondad y el amor misericordioso de Jesús…! Es cierto que, para gozar de estos tesoros, hay que humillarse, reconocer la propia nada, y eso es lo que muchas almas no quieren hacer. Pero, hermanito, esa no es su manera de actuar. Por eso el camino de la confianza sencilla y amorosa está hecho a la medida para usted”  (Carta 26 julio 1897).

Arrojarse en los brazos de Dios Padre/Madre, es para Teresita, esencial. En sus escritos, ella reconoce no haber caído en pecados graves. ¿Habrá de ser menor su agradecimiento? ¡Pues no! Ella cree que se le ha perdonado por adelantado, al habérsele impedido caer y que, por lo tanto, su gratitud ha de ser doble. Ama a los grandes pecadores arrepentidos por “su amorosa audacia” y no por sus grandes penitencias: “Sé que ha habido santos que pasaron su vida practicando asombrosas mortificaciones para expiar sus pecados. Pero, ¿qué quiere?, «en la casa del Padre celestial hay muchas estancias”. Lo dijo Jesús, y por eso yo sigo el camino que él me traza.”

En su corta vida, nuestra hermana carmelita, no tuvo enemigos. Aunque, claro, dentro de una clausura hay simpatías y antipatías inevitables. Ella se esforzaba por ser especialmente afable con las hermanas que eran evitadas por las demás (fundamentalmente para no tener problemas). En sus escritos habla de una hermana que le resultaba muy desagradable en el trato, y su esfuerzo por sonreírle y amarle. Cuando el proceso de beatificación de Teresa estaba adelantado, esta hermana preguntó en comunidad quién podría ser esta monja tan desagradable, ignorante de que era ella misma. Al ser respondida por sus hermanas, se impresionó tan vivamente que transformó su carácter y ella misma se consideraba uno de los milagros de Teresita.

Al vivir el amor tan radicalmente, en los conflictos, Teresita no se sentía ofendida. Ella, que sin embargo se creía tan necesitada del perdón de Dios, no veía preciso tener que perdonar a nadie, pues nadie le dañaba como para eso. Llegó a decir que en su enfermedad sus únicos enemigos eran las moscas… Así que se negaba a matarlas, pudiendo, por fin, perdonar a un enemigo. Mientras, sumida en una noche profunda de la fe, pide perdón por sus hermanos pecadores y se sienta en la mesa con ellos a comer el pan amargo de la incredulidad. Y así muere, abandonada confiadamente en los brazos de Dios.

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