Revista Cultura y Ocio

Teresita por dentro

Por Maria Jose Pérez González @BlogTeresa
Teresita por dentroObra de Kristyn Brown

Secundino Castro, ocd.

Los dos rostros

Son incontables los estudios que se han ido elaborando acerca del sentido de Teresa de Lisieux. Simplificando un poco las cosas, podríamos afirmar que, a partir de la publicación de los Manuscritos autobiográficos, es decir, la Historia de un alma auténtica, apareció un nuevo rostro. Esto no quiere decir que hasta entonces tuviéramos una Teresa falseada, no; pero sí un tanto o un mucho distorsionada.

Hasta entonces, la novedad de Teresa se concebía a partir del material de su tiempo. Era nueva, pero casi sin romper nada. A partir de la publicación de los Manuscritos, esta novedad no se elabora desde lo antiguo, se plantea desde ella misma. Hoy parece que habría que confesar que Teresa es una filigrana del Espíritu Santo, una nueva creación, la gracia hecha mujer, el evangelio en mujer; una magnífica expresión de la religión cristiana.

De la fragilidad a una psicología de hierro

Con la muerte de la madre, cuando Teresita contaba cuatro años, cambió su carácter: de alegre, pasó a ser una niña muy reflexiva e interiorizada, sumida a veces en pensamientos impropios de su edad. El haber crecido en un ambiente sumamente protegido y de excesivo cariño, no favoreció su crecimiento psicológico. El resultado fue que no era capaz de convivir con otras niñas en el colegio, y enfermaba irremisiblemente  si se la separaba un tanto de ese entorno familiar en el que ella era el centro de los afectos. Sumamente sensible a cualquier contradicción. Se podría decir que hasta los catorce años era una niña muy atractiva, pero psicológicamente dañada.

Con lo que ella llama conversión de Navidad, surge una nueva Teresa. Se hace robusta en el cuerpo y  un gigante en el espíritu, con una fuerza increíble y un dominio de sí ante las circunstancias más adversas, envidiable. La joven Teresa más parecía una mujer madura que esa niña que mostraba su rostro. Afrontó todos los retos de la oposición a su entrada en el Carmelo y se atrevió incluso a hablar al Papa y no levantarse de junto a él, si no fue porque la obligaron a hacerlo físicamente.

Teresa había encontrado la madurez de su carácter y había vuelto a recuperar su jovialidad como lo demuestran sus actitudes en el viaje a Roma y sus vivencias en el Carmelo, que, a tenor de lo que nos dicen quienes convivieron con ella, era capaz de hacer reír hasta desternillarse, y muy dada a contar anécdotas jocosas en la recreación conventual. Precisamente, en una de estas veladas, se le ocurrió a su hermana María pedirle a Inés, su otra hermana, priora entonces, que la obligara a escribir los recuerdos de su infancia. A juicio de la rigurosa madre Gonzaga, a pesar de su juventud, tenía la madurez de una religiosa perfecta.

Dios sentido en la noche

Teresa siempre estuvo tensionada por Dios. El despertar de su razón se confunde con la idea-sentimiento-vivencia de Dios. Teresa va a expresar al vivo en su existencia eso que se suele comentar en ambientes de reflexión teológica y que ya anunciaba Agustín: que el ser humano, desde sus constitutivos más íntimos, reclama a Dios. En Teresa, Dios no es algo añadido, es lo constituyente. Desde muy pequeñita, desde que fue consciente, no hubiera podido entenderse sin Dios. Pero Dios se le manifestó en la no manifestación. Teresa pasó prácticamente su vida en tinieblas luminosas. Se exceptúan algunos años de su infancia y el tiempo de las conversaciones en el “Mirador”, a los catorce años, cuando nos dirá que parecía que la fe se le había hecho transparente. El resto, siempre fue oscuridad, túnel, sequedad, y los dieciocho últimos meses, la prueba horrenda de la fe; y en medio de esas tinieblas, que parecían impenetrables, abandonó este mundo. Ya he dicho que eran tinieblas, pero luminosas. ¿En qué sentido? En cuanto que ella percibía al infinito como aquí se le puede captar. Hablando Juan de la Cruz de las experiencias de Dios en este mundo, dirá: “De donde es de notar que por grandes comunicaciones y presencias y altas y subidas noticias de Dios, que un alma en esta vida tenga, no es aquello esencialmente Dios, ni tiene que ver con él” (C 1,5). Teresa quedaba ciega por la altísima experiencia que de él tenía. Por eso, decimos que le sentía sin sentirlo, pero, a mi juicio, su experiencia era lo más honda que puede ser. Desde esa oscuridad redescubrió el evangelio, el cristianismo, a Dios, a Cristo y a la Iglesia.

¿No será esta una experiencia superior incluso a la mística?, ¿No será ésta la mística del siglo XXI, que algunos ponen como condición a la supervivencia del cristianismo? Teresa siente a Dios, este la invade, la penetra y sustenta, pero ella le percibe, le siente sin sentirlo. Es decir, no le percibe en la medida que pudiera sentir gusto en su sensibilidad, ni incluso en las zonas más periféricas de su fe. Le percibe en su transcendencia. En la misma noche , cuando no se ve nada, cuando todo parece oscuridad y tinieblas, pero más allá, en lo hondo, se siente reconfortada y observa lo no observable. Teresa ha tocado la pura fe. De hecho, no tiene fenómenos místicos, si se exceptúa un caso muy breve cuando, después del acto de ofrenda, siente que su ser es traspasado por el amor. Una especie de transverberación. Pero la envuelve, la transcendencia. Se trata de una experiencia de Dios muy especial, yo diría que nueva. Pura fe, sin transparencia, sin romperse, en su crudeza.

Esta experiencia de Dios se vincula a otra característica suya: la  comprensión del evangelio. Teresa descubre el evangelio sin glosa, en su más pura esencialidad. El evangelio es la historia de Dios que se hace uno de nosotros. En ese hacerse uno con nosotros Teresa comprende la esencia de la santidad, la humildad, el ser nada para sí y todo para Dios y para los demás. La pura donación existencial, la nada del yo, porque se ofrenda por entero minuto a minuto. El amor puro.

Ella  entiende todo esto como pura donación; no es una conquista, es un regalo, que solo se dona a quienes se sienten pequeñitos, y así descubrió el misterio de la gracia. Ella, que se entendió así misma en la Iglesia como el amor, la podemos definir como la gracia hecha mujer.

La pasión por Jesús

Teresa halla en Jesús la plenitud de Dios, que se anonada, que se hace nada por el ser humano. Esa experiencia es la clave de Teresa. Toda su existencia es la respuesta a ese amor. Jesús es mi único amor —escribiría a  grandes trazos en la pared de su celda—. Toda su tensión hacia Dios se concentra en Jesús, obsesión continua de su vivir. De esta conjunción de cosas se deduce que ella identifica a Dios y a la persona con el amor. Si no hay amor, no hay nada. Por eso, la muerte no puede ser otra cosa que la plenitud del amor. Cuando se alcanza, la persona se reintegra en Dios. Vuelve al amor de donde salió.

Desde la experiencia de Jesús, Teresa se abre al misterio de Dios, al que descubre como esencialmente Padre. La paternidad de Dios, su ternura por la criatura, o mejor, su pasión por ella es algo de la entraña del misterio de nuestra santa. Una vez llegada aquí, ya todo se hace luz para ella en medio de esa oscuridad, que yo considero más bien deslumbre. De la esencia de Dios, de la esencia de Jesús y de la esencia del evangelio es la ternura, la gracia, que es a su vez la esencia del cristianismo.

De aquí surge su imperativo ético más fundamental que es perderse amando. Si la persona es amor, su pretensión no puede ser otra cosa que la plenitud del amor, reintegrándose en Dios. De ahí su anhelo de morir de amor; llegar a la plenitud de su ser personal.

Pero su existencia se vive y se ejerce en la Iglesia. Así como Jesús es la expresión de Dios, para ella la Iglesia es la expresión de Jesús. El rostro dolorido de Jesús aparece en una Iglesia que se debate entre la santidad y el pecado. Ahí es donde ella descubrió que tenía que ser amor. En el corazón de la Iglesia ella sería el amor. Y por eso su ansia misional, pues Teresa ante todo era misionera. Ella hablará de sed de almas. Comprendió perfectamente la sed de Jesús en la cruz y consagró su vida a recoger la sangre que caía de las llagas del Crucificado. Su humildad va más allá de las humillaciones, porque en estas la persona significa algo, ella prefiere el anonadamiento y el ser desconocida, nada. La raíz de todo esto es Jesús, que se abajó y le enseñó que el amor siempre se abaja, siempre se anonada, como Jesús en forma de siervo, con el rostro velado, uno de tantos

 La sorpresa del caminito

Fruto de tan altísimas  experiencias fue su caminito, cuya base más firme es la confianza absoluta, ciega en que Dios le concederá el cumplimiento de los deseos que ha depositado en su corazón. La confianza lleva consigo el abandono y tiene como base la humildad, a la que antes nos referíamos y que consiste en no querer ninguna forma de gloria mundana. La forma suprema de la humildad no es el desprecio, sino el no ser conocido, el olvido por parte de los otros. La imagen es el granito de arena que se pisa sin darse cuenta.

El caminito carece de fenómenos místicos extraordinarios, se inscribe en la normalidad de la vida, donde Dios se hace presente, porque consiste en no buscarse en nada, ofrendando la vida al Señor sin más pretensión que darle gusto. Para ello, Teresa usa una imagen, que parece infantil, pero que es muy profunda: ser como un juguetito del Niño Jesús, que lo puede usar, tirar, olvidar, volverlo a tomar, dejarlo otra vez, como hace un niño caprichoso. Vivir así la existencia supone el más puro amor y la obediencia más rendida, al mismo tiempo que el yo puesto en disponibilidad esencial, el abandono, sin adjetivos.

La acogida de Teresa, tan grande  por parte de la Iglesia y de la sociedad, se debe —a mi parecer— a que ella ha tocado lo esencial de lo religioso, el evangelio sin glosa, Dios sin adornos y Jesucristo sin mitos. El haber vivido la fe desde la oscuridad de lo divino hasta penetrar en su luz sin quitar la oscuridad es algo que la hace compañera de nuestro mundo y de nuestra experiencia. El aprecio que todos los Papas  han sentido por ella nos deja entrever que ella es la expresión más clara de la esencialidad evangélica y eclesial, una nueva creación. Una santa para nuestro tiempo. Es cierto que en nuestra época se dan muchas sensibilidades, y también han vuelto a su espiritualidad la religiosidad de fenómenos extraordinarios, pero la gran mayoría se mueve en una percepción de la fe oscura, sin fulgores extraños. Ahí, es donde ella puede ejercer su magisterio de entrega a un Dios, que, en el fondo, se revela como noche, como si no existiera, pero que se halla al fondo con una presencia que puede deslumbrar en su no sentida presencia otros fulgores, de los que ya hemos recordado que dice Juan de la Cruz que “no son Dios ni tiene que ver con él”.

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