En el silencio se sentía la ausencia. Ya había pasado más de un año desde que decidió partir. Su nuevo hogar era ahora, un centro de retiro ubicado en la india del norte. “Gulmarg” decía él, era el lugar perfecto para olvidar su pasado y empezar de nuevo. Un paisaje casi surrealista y el sonido de los cencerros de las vacas, era lo único que rompía con el insoportable silencio que revivía sus recuerdos. El lugar ciertamente lo ayudaba a olvidar, mas los meses parecían opacar cada vez más lo que veía. La frescura que sintió al llegar todavía seguía presente, pero cuando los días se empezaban a tornar monótonos, era cuando más sentía la presencia de lo que no quería ver.
“Todo quedó atrás” se repetía continuamente al caer la noche, pero la oscuridad sonaba a culpa y las sábanas lo asfixiaban de la ansiedad. Sentía que el pecho le estallaba y la falta de aire alimentaba sus ataques de pánico. Quería gritar. Quería gritar de la rabia, del dolor, del sentimiento de culpa por no haber podido ser lo que todos esperaron de él. Los fantasmas del pasado lo seguían acosando y el suministro de fuerzas que tenía para combatirlos se había agotado. Sólo quería paz mental.
Dedicó su vida a los demás. Las personas lo veían como un hombre trabajador, correcto, consagrado a su comunidad. Hijo de padre conservador, a Gerardo nunca lo dejaron seguir su sueño. “Esa música que tocas no sirve para nada, las artes no te llevarán hacia ningún lado. Concéntrate en tu carrera. Vos estás hecho para ser un gran doctor” decía su padre cada vez que empezaba a enamorarse demasiado de su guitarra. Pero nada se comparaba con lo que sentía cuando dejaba deslizar sus dedos a lo largo de las cuerdas. Las vibraciones que estas emanaban transmitían un cosquilleo en sus dedos y el placer que sentía tocarlas, hacía que su mente se desvaneciera en el tiempo.
Había tanto silencio afuera, y lo único que se escuchaba era su respiración entrecortada y los lamentos de su corazón. ¿Hasta cuándo? se preguntaba. Las meditaciones diarias le ayudaban volver a su centro y a descifrar un acertijo que con los años, se fue complicando. ¿Pero cómo pudo haberlo construido, sin haber sabido cómo resolverlo? Lo que Gerardo necesitaba era tiempo. Uno, tres, cinco años, lo necesario para poder volver a nacer. Ya había transcurrido un año, y apenas se sentía como un feto con unas cuantas semanas de gestación.
En sus meditaciones se manifestaban muchos de los recuerdos que había olvidado, y misteriosamente venían acompañados de melodías. Su guitarra seguía sonando dentro de él y la sensación de cosquilleo en sus dedos volvía como obra de magia. Entre más se sumergía en su meditación, más música se volvía. Ya no era Gerardo, el doctor del que todos exigían salvación. El doctor que se culpaba por no haber podido salvar la vida de su propio padre. Gerardo ya no existía. Sus pensamientos empezaban a callar y el silencio se infiltraba en su interior. La experiencia era como una homeóstasis espiritual, donde el mundo externo y el interno se volvían uno. Ahora, era libre de ser él.
“….rardo, …..Gerardo” la voz de su maestro lo trae de vuelta. Se sentía desubicado. “Estás bien?” le pregunta. “Te… termina en Do menor” le contesta. El maestro lo mira directamente a los ojos y le dice “Creo que ya lo tienes. Ahí está tu respuesta”.
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