Hace un par de semanas el suplemento cultural Babelia dedicaba una página al auge de los talleres de escritura. Bajo el título "¿Se puede enseñar a escribir?", publicaba dos artículos discordantes acerca de la verdadera utilidad de la asistencia a estos cursos. Para Ernesto Mallo, servían solo como acicate de un talento ya incipiente, pero para José Antonio Millán, las técnicas del oficio de escritor pueden aprenderse. En lo que ambos coinciden es que es necesario un trabajo intenso para que uno se convierta en algo parecido a un escritor profesional.
Si yo tuviera que contestar a esta pregunta diría que la escritura tiene mucho de irracional, de dejarse guiar por los sentimientos en el momento de plasmar una historia sobre una hoja de papel en blanco. Yo creo que para esta actividad no existen unas reglas ortodoxas: depende a la vez del trabajo duro, de la lectura de buenos autores y de saber aprovechar los estados de inspiración, que en algunos se dan más frecuentemente que en otros. Pero tengo muy claro que un taller de escritura es para el escritor lo que un gimnasio para el deportista: un centro de entrenamiento para mejorar las propias capacidades.
Si bien la escritura por definición ha sido tradicionalmente una actividad solitaria, un enfrentamiento, a veces dramático, con la hoja en blanco, los talleres ayudan a superar los miedos, contando al lado del escritor en ciernes con voces críticas y experimentadas que son capaces de guiar los pasos del alumno. Supongo que no existen fórmulas mágicas que fabriquen a un gran escritor, por lo que hay que apelar a los métodos tradicionales: estimular el talento a base de trabajo. Pero aquí la palabra "trabajo" no tiene por qué ser sinónimo de algo fatigoso, sino más bien de algo tan estimulante como potenciar la imaginación propia. Pero el fruto de este esfuerzo lo describe magistralmente el profesor Rafael Caumel en el prólogo: "Desde hace algún tiempo (al hombre) se le revela un impulso de intervenir la realidad, ha reecontrado la diferencia entre tener y ser, y ese ser nuevamente invocado quiere construir. Ya que el mundo lo deja aparte, ¿por qué no crear otros mundos o recrear el que le ha tocado en suerte? Acepta el deseo de acción, la aspiración de existir. Aunque su piel está desertizada, escucha cómo fluye el agua por debajo. (...) Y se alegra al descubrir que ese territorio líquido no se le escurre entre las manos."
Yo recomendaría leer Territorio líquido despacio, tomando tiempo para degustar cada relato, ya que hay un gran contraste de géneros entre ellos: con componente social, eróticos, fantásticos o microrrelatos muy bien concebidos, que siempre me dejan dándole vueltas a su mensaje oculto. Cada noche antes de dormir he disfrutado dos de estos relatos, ninguno me ha dejado indiferente y alguno ha habido que me ha tenido más tiempo del razonable intentando coger el sueño una vez apagada la lámpara. Desde aquí solo me cabe felicitar a mis amigos Nicolás Pérez y Fernando García de la Cruz, junto a todos sus compañeros por haber concebido un volumen con tanta variedad de registros, que a la vez cuenta con una rara coherencia interna. Creo que hace pocos días se agotó la primera edición. Aprovechen cuando salga la segunda y compren estos fragmentos de realidad y de imaginación. Seguro que les hacen soñar nuevos mundos, vivir vidas distintas, lo mismo que a mí.