Es incapaz de calcular cuánto tiempo llevan en el saliente del acantilado por el que han caído en un descuido al sacarse una fotografía. Aquel arbusto cuyo tronco de madera le destroza ahora la axila ha detenido su descenso por el terraplén, justo al borde del abismo. Si no hubiera sido por esa casualidad, ahora ambos estarían aplastados contra las rocas; tampoco habría sido capaz de soportar el peso de su mujer durante tanto tiempo.
La sujeta del brazo desde hace horas, pero no la va a soltar. Es consciente de que se le ha desencajado el hombro. Ya no siente dolor o, al menos, no tanto como al principio. Estuvo a punto de desmayarse, la vista se le quedó en blanco y comenzó a sentir un profundo sofoco. Fue consciente de ello en todo momento y respiró agitadamente, haciendo lo posible por no perder el conocimiento, porque en ese momento todo dependía de que él resistiera.
Raquel debió golpearse la cabeza contra una roca durante la caída porque sigue inconsciente y su cuerpo se balancea en el aire como si fuera una marioneta. Le preocupa la gravedad de su conmoción, sólo espera que no se haya partido el cuello. Le ha hablado desde que cayeron para que despierte. Tiene la mano que le sujeta muy fría, pero se niega a creer que esté muerta. Es invierno, lo atribuye a la humedad que sube desde el mar y la bajada de temperatura durante la noche, que empieza a provocarles una leve hipotermia. No puede estar muerta. Nadie muere al rodar por una ladera, hay incluso quienes han sobrevivido a una caída desde una considerable altura. Tiene que ser un golpe en la cabeza.
Ha gritado tanto pidiendo auxilio que casi está afónico, sabe que es improbable que aparezca alguien durante la noche porque la carretera de ascenso hasta el mirador estaba cortada al tráfico por un desprendimiento de rocas. Sólo se podía acceder caminando. Les pareció buena idea subir para ver el atardecer, al caer en la cuenta de que posiblemente no habría nadie en lo alto. Ella le había susurrado al oído que si estaban solos al llegar arriba, follarían bajo la puesta de sol. Le había faltado tiempo para besarla y arrastrarla del brazo durante toda la subida entre risas. El mismo brazo del que ahora pendía su vida.
Aunque es menuda y pesa poco más de cincuenta kilogramos, siente que su peso muerto le va a arrancar el brazo. La sujeta con las pocas fuerzas que aún le quedan. Llora, mientras le suplica que despierte. Necesita de su colaboración para poder a subirla hasta el saliente, donde ambos podrían agarrarse al tronco seco, ya que sus raíces parecen resistentes. Le cuesta respirar, porque tiene la madera justo bajo la axila, a un lado queda su cuerpo y al otro su brazo sosteniendo el de Raquel.
Las nubes se han disipado y la luna ilumina todo a su alrededor. Ahora puede ver el mar, le aterra la altura y la espuma de la olas al golpear con fuerza el acantilado. Aún en el caso de que ambos cayeran al agua en lugar de destrozarse contra las rocas, las olas les aplastarían.
La única escapatoria para ambos es que consiga subir a Raquel hasta su posición. Tiene agarrotado el brazo, puede sentir cómo la mano de ella se va escurriendo por el interior de la suya. Durante las primeras horas pudo soportar el peso sin caer, al estar apoyado en el tronco y con la chaqueta de ella enredada milagrosamente en el brazo de ambos. Pero ese enredo imposible de la tela hace media hora que ha cedido, como su voluntad y sus energías.
Llora suplicando que alguien les escuche. Llora de dolor. Llora porque sabe que si no está muerta va a morir por su culpa. La idea de hacerse una selfie sentados en la barandilla fue suya. Fue el quien perdió el equilibrio, cayó hacia atrás y se agarró a ella para evitarlo, arrastrándola consigo. Llora mientras mira su rostro bajo la luz de la luna. Llora de desesperación porque su mano se escurre entre sus dedos y no puede más.
Grita con rabia.
En un gesto inaudito y desesperado, se mueve sobre el tronco rasgándose la piel y apoyando el pecho en la madera. Le cuesta respirar por la presión del peso de ambos en la caja torácica. Libera la mano izquierda y la agarra del pelo. Podría haber sido más dignificante para ella, pero le da igual. Tira de su melena y la vuelve a sujetar con su otra mano a la altura de la muñeca. Siente el hombro desplazarse, aúlla. Consigue asirla por la ropa. Vuelve a tirar desesperadamente, ruge. No va a permitir que mueran ni ella, ni el hijo que lleva en sus entrañas.
Grita con más rabia.
Ha logrado agarrarla del cinturón, tiene sus piernas apoyadas en el tronco. Tira con toda su alma, sabe que si no consigue subirla ahora caerán ambos al vacío. La pone a salvo, pero no es consciente de su heroicidad. Ahora mismo no puede pensar, sólo es capaz de abrazar riendo y llorando el cuerpo inerte de su esposa. Tiene la sien ensangrentada, pero aún respira.
Javier mira con determinación a la cima, mientras masculla apretando los dientes:
–Voy a sacaros de aquí.
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