La lotería macabra ha regresado a España. En esta ocasión ha caído en Barcelona, concretamente en la arteria de Las Ramblas, tal como vaticinó hace dos meses la CIA, que de esto sabe lo suyo. No deja de ser inquietante esa clarividencia de GPS.
Si queda alguna palabra de condena olvidada en el tintero por los colectivos que se van pronunciado sobre el atentado, la pongo, para no repetirme; a salvajadas como estas no deben faltarle ningún adjetivo, hay que agotar el diccionario aunque el terrorismo sea sordo y no escuche, no sienta ni padezca. Me temo que esta plaga no se cura con palabras ni velas, flores o frases tipo “todos somos Barcelona” –o ciudad atacada de turno– sino con acciones. U omisiones. Dejar de financiar a los terroristas, no procurarles armas, actuar sobre sus cuentas o lo que hay detrás de ellas. Esa batería de medidas que sin duda conocen los estados sufridores o promotores del terror. Estos últimos bien pudieran ser más paísis que países. Pero como tras estas atrocidades se esconden oscuras estrategias geopolíticas ignoradas por quienes son –somos– solo carne de cañón que alimenta la voracidad de poder de anónimos asesinos ilustres, estamos perdidos. Sicópatas. Puentes, avenidas, ramblas y aceras pasarán a ser nuestros nuevos sudarios y nos acostumbraremos al miedo sin pedir responsabilidades.
Políticos y gobernantes del planeta deberían olvidarse una temporada de gesietes, geveintes, ótanes, tratados internacionales y demás cumbres de amiguetes. Deberían citarse en una cumbre de la empatía y tragarse vídeos de ciudadanos despanzurrados o quebrados, inertes, sobre las aceras de sus países después de pasar el camión de la muerte. Deberían chequear si realmente lo sienten. Si son capaces de verse ellos o a sus seres queridos entre los sacrificados por sus intereses. Si así fuera, no existiría el terrorismo, ni muchos otros ‘ismos’. Pero aquí estamos, unos muchos para sustentar a unos pocos. Por supuesto, no me refiero solo a las víctimas de occidente.