Revista Cine
Cuando la historia de los Balcanes, sacudida tantas veces por la violencia y el odio más acerbo, estalla, la metralla llega a los rincones más insospechados del planeta. Así, en 1977, el asesinato en Chicago de Dragisa Kasikovic a manos de la policía secreta de Tito destapó los planes para una campaña de atentados contra simpatizantes del líder yugoslavo entre la comunidad serbocroata de Estados Unidos y Canadá. Kasikovic era el editor del periódico anticomunista Sloboda (Libertad), y tanto él como Ivanka, la hija de nueve años de su prometida, fueron asesinados de manera brutal. Él recibió 64 cuchilladas y la niña 58, en lo que era tan sólo uno más de una larga serie de asesinatos de disidentes ordenados por el mariscal.
Peter Bunjevac, exiliado serbio, feroz anticomunista y miembro de la organización Libertad para la patria serbia, planeó la ya mencionada campaña de atentados con bombas en venganza por la muerte de Kasikovic. Pero mientras preparaban el material explosivo, éste les estalló en las manos a él y a dos colaboradores. Los tres murieron en el acto. Su mujer recibió la noticia en Yugoslavia, adonde había regresado junto con sus hijas, huyendo de su marido y sus peligrosas amistades. Una de esas dos hijas era Nina, que en esta excelente novela gráfica llamada Patria nos cuenta no sólo cómo una niña de apenas cuatro años vivió aquellos hechos, sino también, de manera sucinta y clarísima, gran parte de la historia de Yugoslavia.
Esta combinación de la historia personal, que nos lleva de la autora hasta sus bisabuelos, con la historia del país e, incluso, con observaciones antropológicas sobre los orígenes y la cultura de los pueblos serbio y croata, es sin duda una de las grandes virtudes de esta obra, y es en este sentido que Patria se puede comparar, como muchos han hecho, con Persépolis, de Marjana Satrapi. A servidor le encanta que le den cucharaditas de historia, como esos trocitos de queso nos ofrecen en el súper. Si te gusta, pues lo compras, o, en mi caso, investigas un poquito la historia de esos trocitos de queso.
Uno de los personajes más interesantes del periodo de postguerra en Yugoslavia es sin duda Milovan Djilas. Miembro destacado del movimiento partisano durante la guerra, Milas fue, por tanto, compañero de Tito, quien, sin embargo, lo relegó del mando de las fuerzas partisanas en Montenegro debido a sus errores durante el levantamiento y, sobre todo, por sus "errores izquierdistas". Interesante concepto, pardiez, que se refiere, simplificando horrores, a la brutalidad contra la población por parte de los comunistas de Tito. ¿Tito contra Tito? Pues sí, parece ser que la estrategia de actuar de manera implacable contra todo aquél contrario al movimiento partisano fue contraproducente (no me lo explico) y en Montenegro, responsabilidad de Djilas, condujo a un mayor apoyo a los chetniks, el movimiento liderado por Draza Mihailovic, que apoyaban a las fuerzas del Eje. En resumen, Tito destituyó a Djilas por haber obedecido a Tito.
Milovan Djilas, en sus años de prisionero político (1933-36)
Ello no obstante, Djilas siguió siendo un miembro destacado del Partido Comunista Yugoslavo y del gobierno, del que llegó a ser vicepresidente. Es más, en 1953 tenía todos los números para convertirse en el nuevo presidente, pero una serie de artículos publicados en Borba, el diario oficial de la Liga de Comunistas de Yugoslavia, en los que señalaba la aparición de una nueva clase privilegiada, compuesta, sorpresa sorpresa, por miembros del Partido y militares de alto rango, provocó su expulsión del Comité Central. A partir de ese momento, Djilas fue a más, denunciando el régimen totalitario de su país o apoyando la Revolución húngara del 56. Pasó unos cuantos años en prisión donde, por una de estas maravillosas casualidades de la vida, se dedicó a traducir el Paraíso perdido de John Milton, el libro que servidor está leyendo en este momento y que Djilas vertió al serbocroata en unos cuantos rollos de papel higiénico.
Djilas se convirtió en el héroe de los abuelos de Nina, veteranos del movmiento partisano, quienes, por descontado, no se atrevían a mencionar su nombre por miedo a las represalias. Todo esto nos lo cuenta la autora en el fascinante capítulo "Los años de la disidencia", donde desde una Yugoslavia donde las niñas cantan al ritmo de Abba o Boy George, un flashback nos lleva a esos años de posguerra en los que su abuela, fanática, siniestra y, probablemente, el personaje más interesante de la obra, nos habla precisamente de esa clase de nuevos ricos que denunció Djilas y de la época de terror que se instauró en el país, con ejecuciones sumarias en una asfixiante atmósfera de delación.
El padre de Nina también fue, paradójicamente, admirador del comunista Djilas. Sus torpes intentos de revolución contra el gobierno y de apoyo a Djilas lo llevaron a la cárcel y, posteriormente, al exilio. Aunque fue en el exilio donde Peter Bunjevac se radicalizó, al entrar en contacto con la red de exiliados serbios, partidarios de la monarquía y, por ende, acérrimos enemigos del comunismo, lo cierto es que parecía desde su infancia condenado a una vida de violencia. Testigo de horribles atrocidades, hijo de un maltratador que moriría en los hornos de un campo de concentración y de una madre que murió poco después de tuberculosis, el jovencito Peter desahogaba su rabia torturando gatos y quemándolos vivos.
Estamos en otro interesantísimo capítulo, "Infancia", donde Bunjevac nos narra no sólo los primeros años de su padre, sino también los orígenes de serbios y croatas. Frente a los que piensan (pensábamos) que ambos pueblos se profesaban un odio ancestral que se perdía en la noche de los tiempos, nos dice la autora que, hasta el siglo XX, son poquísimos los conflictos documentados entre unos y otros. Estamos ante dos pueblos en esencia idénticos, a los que sólo unas pocas pero cruciales influencias externas convirtieron en enemigos irreconciliables. La primera de estas influencias es, desde luego, la iglesia. Mientras Croacia se volvió hacia Roma, Serbia se dio la vuelta hacia Grecia y Constantinopla. "A medida que la brecha entre la religión católica y la ortodoxa aumentaba, también aumentaron las diferencias entre serbios y croatas". Estas diferencias siguieron acrecentándose, como resultado de las invasiones por parte del Imperio Bizantino, Venecia, Austria y los imperios austro-húngaro y otomano. Y como suele suceder, el nacionalismo hace el resto. Se borra el origen común y se exalta la diferencia. ¿Os suena?
Cuando la madre de Nina recibe en Yugoslavia la noticia de la muerte de su padre, no puede llorar, entre otras razones porque su propia madre le prohíbe tajantemente mencionar su nombre o expresar pena por su muerte. Los dibujos que acompañan los años de la autora en Yugoslavia hasta llegar a ese momento nos muestran unas fotos de familia tristísimas, con dos niñas a las que se les pide que sonrían mientras oyen tras la puerta los gritos de su abuela insultando al padre, a ese padre que les ha permitido regresar a su país, pero que se ha quedado con su hermano como rehén.
Padre y patria son palabras hermanas. Quizá algún psicólogo podría partir de ahí para explicar el complejo de edipo que sufren algunos de nuestros políticos, pero por hoy ya basta. Impresionante dramón familiar y memorable lección de historia.