Terrorismo submarino
1 septiembre 2014 por Carlos Padilla
Captura de una información de 20minutos.es
Siempre he sido más de playa que de piscinas. Y de estas últimas, prefiero las de agua salada. El motivo es la costumbre profundamente arraigada en la sociedad canaria y española de echar una meadita durante el baño. No nos engañemos: mucha gente la practica. Los niños por inconsciencia (y quizá un problema educativo), las personas mayores por incontinencia y algunos adultos simplemente por comodidad (probablemente muchos tengan hijos que lo hacen). He llegado a ver a grupos de niños bañarse durante horas en la piscina, merendar galletas y jugo y volver otra vez al agua sin ir al baño para orinar en ningún momento. Todos sabemos que eso es imposible, que los líquidos que tragan por accidente y los que se beben a lo largo de la tarde tienen que salir por algún sitio. De hecho lo hacen, directamente a la piscina en la que tú y yo nos zambullimos. A lo largo de mi vida he llegado a ver, para mi escándalo, a hijos pedir a sus padres que los lleven al baño para hacer pipí, como cualquier día en la civilización, y estos decirles que se coloquen en el bordillo o en la orilla, se bajen el bañador y apunten lejos. Sabia lección que continuarán aplicando a lo largo de su existencia. Entiendo que para muchos padres el pis de sus hijos es como agüita del niño Jesús. Sin embargo, para todos los demás no es más que una meada infecta. No nos gusta retozar en ella.
Cuenta la leyenda que se llegó a inventar un componente que se añadía en las piscinas y que reaccionaba al entrar en contacto con la orina, provocando una mancha roja en el agua que dejaba en evidencia al que se había dejado ir. Hay quien todavía cree que este producto existe y por eso dejan escapar un pequeño chorrito de pis antes de pegarse la gran meada submarina, para comprobar si tiñe o no tiñe. Un gesto que dice mucho de nuestra propia condición: mearé en el agua de todos solo si no se descubre que he sido yo. Es como el pedo en un ascensor, cuando solo van dos personas en él, el otro sabrá que has sido tú; si van seis, ya no es tan sencillo. Es terrorismo submarino. Por eso me da tanto miedo ver una piscina atiborrada de gente, niños, mayores, padres y madres. Potencialmente, todos ellos pueden estar meando, amparados en la muchedumbre. La vejiga humana tiene una capacidad de unos tres litros, así que podemos hacernos una idea de la situación en casos extremos, como un domingo de agosto sin oleaje en las piscinas de Bajamar o una tarde de gimnasia acuática para la tercera edad en la municipal de San Benito. Sinceramente, no me quiero ver metido en ese caldo.
El otro día, mientras nadaba, iba mirando a los ojos de los bañistas con los que me cruzaba para tratar de intuir cuál de ellos estaba meando. Porque luego los hay que no se limitan a colocarse en un lugar alejado de la gente, sino que lo hacen mientras avanzan dando brazadas por la piscina, propagando por todos los rincones su fétida sustancia. Pero, ¿cuál es la cara de mear? ¿Implica esfuerzo, relajación o incomodidad? Quizá todos fingen cuando mean en el agua y se limitan a navegar impávidos, como si no pasara nada. Ante la dificultad de solucionar el problema, yo, por lo pronto, he decidido bañarme solo en piscinas en las que entra el mar y solo cuando hay marea alta. Y de jacuzzis, bañeras y estanques privados, aunque sean de amigos, ni hablar. Ya me veo sospechando de todo el mundo, mirándolos a la cara fijamente y pensando: “Este jodido ya se va a mear”.