Hace tiempo me preguntaron si alguna vez había abandonado la lectura de un libro; si alguna vez había dejado un libro a medias porque no me gustase lo suficiente para seguir leyéndolo.
Quizá una respuesta afirmativa a esta pregunta sea algo obvio para muchas personas, pero, en aquella ocasión, yo respondí que no, que nunca había dejado un libro a medias. Y era cierto, hasta entonces yo había sido incapaz de no terminar un libro.
Pensaba, y así lo expliqué, que si dejaba el libro nunca sabría si podría haber empezado a gustarme más adelante. De modo que seguía leyendo, esperando un momento en que me sorprendiera con un giro inesperado, con un personaje nuevo que aportase más interés, con un ritmo más ágil... O quizá que yo misma, por alguna razón, cambiase mi forma de percibir la narración y empezara a disfrutarla.
Es decir, que nunca dejaba de darle una nueva oportunidad al libro, concediéndole más tiempo y confiando en que a la vuelta de cualquier página asomara el entusiasmo.
Además, ahora creo que también existía por mi parte cierto temor a reconocerme como una mala lectora, como alguien incapaz de apreciar las supuestas bondades del libro, y eso no me gustaba. Parece que no me atrevía a admitir que simplemente hay libros que no tienen mucho interés, en general, o que encajan con unas personas y con otras no, aun tratándose de obras consideradas «imprescindibles».
Lo curioso es que poco después de aquella ocasión cambió por completo mi manera de pensar sobre este asunto. Tuve que admitir ante mí misma que siempre pasaba lo mismo: si al cabo de cierto número de páginas un libro no había llegado a interesarme de verdad, terminaba el libro de la misma manera. Es decir, que no había sorpresa a la vuelta de ninguna página, que no aparecía el personaje que hacía nacer mi interés, que no llegaba el entusiasmo.
Desde entonces no tengo problemas en no terminar un libro cuando veo que no nos llevamos bien; nos despedimos con toda cordialidad y aquí no ha pasado nada.
Sin embargo, lo cierto es que rara vez me veo en esa tesitura. Supongo que he desarrollado con el tiempo una certera intuición que me dice de manera casi infalible qué libro me va a gustar y qué libro no. Y sé que también me he vuelto suspicaz respecto a ciertos tipos de obras que descarto de antemano y sin pesadumbre.
Sé, en fin, qué tipo de literatura me gusta, me ilustra, me estimula, me emociona o me divierte, y es ése un jardín tan amplio y variado que podría vivir en él durante varias vidas sin llegar a recorrerlo entero. Qué maravillosa perspectiva.