Crecí en el país que resultó de las guerras de posesión entre dos colonizadores, los británicos y los boers, descendientes de holandeses. Era hija de la minoría blanca y fui educada como tal en una condición privilegiada, tan básica como el abcé.
Pero como era escritora –porque ésa es una condición de vida que se manifiesta tempranamente, aun antes de escribir una palabra, y no un atributo que se adquiere al ser publicado-, me convertí en testigo de lo inmencionado en mi sociedad.
Muy joven inicié un diálogo conmigo misma sobre lo que me rodeaba. Con él, traté de hallar el significado de lo que veía, transformándolo en historias basadas en sucesos cotidianos de la vida ordinaria: el saqueo por parte de la policía de la habitación de un criado negro que dormía en el patio de atrás, mientras el amo blanco y la señora de la casa observaban sin inmutarse; o más tarde, en mi adolescencia, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando era ayudante en la enfermería de una mina de oro, oír que el interno blanco que estaba suturando sin anestesia una herida profunda en la cabeza de un minero negro me decía: “Ellos no sienten como nosotros”.
El tiempo y los libros confirmaron que yo era escritora, y que la literatura de testimonio, si es un género de circunstancias, de tiempo y lugar, era lo mío. Tenía que encontrar cómo conservar mi integridad frente a la Palabra, la sagrada misión del escritor. Me di cuenta, como creo que hacen muchos escritores, de que en lugar de restringir, inhibir y anular burdamente la libertad estética, la condición existencial de quien da testimonio la amplía e inspira, rompiendo, a través de la necesidad, las limitaciones previas que me imponían el sentido formal y el uso del lenguaje: así es posible crear formas y usarlas de manera novedosa.
Las definiciones de la palabra inglesa “testigo” llenan más de una columna en letra pequeña del Oxford English Dictionary (OED): “Atestación de un hecho, suceso o declaración, prueba, evidencia; alguien que está o estuvo presente y es capaz de dar testimonio a partir de la observación personal”. En esos sentidos de la palabra, las cámaras de televisión y los fotógrafos son testigos principales, cuando se trata de dar testimonio de una catástrofe moderna de impresionante impacto visual. No se necesitan palabras para describirla, ni posibilidad de que las palabras puedan hacerlo. Las noticias de primera mano o el periodismo descriptivo son pálidos testimonios que suceden a la imagen. El análisis del desastre viene luego y se da en términos políticos y sociológicos, a través de enfoques ideológicos, nacionalistas o populistas. Hay quienes afirman gozar de esa esquiva y reducida condición llamada objetividad.
En el caso de los sucesos del 11 de septiembre de 2001, a los contextos políticos y sociológicos hay que agregar el análisis en términos religiosos. La acepción número ocho del OED dice: “Alguien que da testimonio de Cristo o la fe cristiana, en especial con su muerte, un mártir”. Condicionado por la cultura occidental cristiana, el OED toma la curiosa decisión semántica de reducir su definición del término “testigo” solamente a una creencia religiosa. Pero en este sentido, los perpetradores de los ataques terroristas en Estados Unidos también eran testigos de otra fe, una que el diccionario no reconoce: cada uno de esos hombres daba testimonio de la fe del Islam, a través de la muerte y el sacrificio.
La poesía y la ficción son procesos de lo que el OED define como el “testimonio interno” del testigo. La literatura de testimonio encuentra su lugar en las profundidades del significado revelado, en las tensiones de la sensibilidad, la conciencia intensa y la permanente receptividad frente a las vidas de aquellos entre quienes los escritores experimentan la suya propia como fuente de su arte. Kafka escribió que el escritor ve entre ruinas “cosas diferentes (y más que los demás)... es salirse de la fila de los asesinos; es ver lo que realmente está sucediendo”.
Ésa es la naturaleza en cuanto testigos que los escritores pueden y seguramente deben adoptar, y han venido adoptando desde tiempos antiguos, en virtud de la formidable responsabilidad que representa ser receptores del séptimo sentido: la imaginación. El hecho de “ver realmente” qué ha sucedido proviene de lo que parecería una negación de la realidad: la transformación de los hechos, los motivos, las emociones y las reacciones, que pasan de la inmediatez al significado duradero de su sentido.
En el último siglo, así como en el que apenas comienza de manera tan sombría, hay muchos ejemplos de esta cuarta dimensión de la experiencia que es el espacio y el lugar del escritor. “No matarás”: el dilema moral que el patriotismo y ciertas religiones exigen que desaparezca del pensamiento del soldado está en el poema de W. B. Yeats sobre un piloto de la Primera Guerra Mundial: “No odio a aquellos a los que combato, / no amo a aquellos a los que defiendo”. Ésta es una forma de salirse de la fila de los asesinos que sólo puede lograr el poeta.
La marcha Radetzky y El busto del Emperador forman el canto épico en dos partes del novelista austríaco Joseph Roth acerca de la desaparición del viejo mundo con la desintegración del Imperio austrohúngaro, y son testimonio interno del creciente número de refugiados que empezaron a aparecer desde entonces y a lo largo del nuevo siglo, el coro griego de desposeídos que se ahogaban con la música de fondo del consumismo. También son testimonio del caos producido por las consecuencias ideológicas, étnicas, religiosas y políticas –Bosnia, Kosovo, Macedonia– que la visión de Roth nos permite ver.
Las estadísticas del Holocausto son una contabilidad infernal, y sus cifras todavía se pueden ver tatuadas en los brazos de la gente. Pero sólo Si esto es un hombre, de Primo Levi, logra ser testimonio permanente de las condiciones de existencia de aquellos que sufrieron, de una manera que se convierte en parte de nuestra conciencia universal.
La barbarie que culminó con el lanzamiento de bombas atómicas sobre Japón fue descrita por Kenzaburo Oe en la novela corta La presa, sobre la Segunda Guerra Mundial, en la cual un soldado americano negro sobrevive a la caída de un avión de guerra en un distrito remoto de Japón y es descubierto por gente de la aldea. Nadie ha visto nunca a un negro. Lo encadenan a una trampa para jabalíes y lo encierran en un sótano; encargan a unos chicos para que le lleven comida y desocupen el balde en el que hace sus necesidades. Totalmente deshumanizado, “El soldado negro comienza a existir con el único propósito de llenar la vida diaria de los chicos”.
Los niños sienten fascinación y terror hacia él, hasta que un día lo encuentran tratando de manipular la trampa con una destreza manual que les resulta conocida. “Es como una persona”, dice un niño. Le llevan a escondidas una caja de herramientas. El soldado logra liberar sus piernas. “Nos sentamos junto a él y él nos miró, luego enseñó sus inmensos dientes amarillos y aflojó las mejillas, y quedamos atónitos al descubrir que también podía sonreír. En ese momento entendimos que estábamos unidos a él por un vínculo repentino, profundo y pasional, que era casi ‘humano' ”.
La genialidad de Oe cuando ofrece este testimonio interno es profunda al no olvidarse de las circunstancias aleatorias –con esto me refiero a la otredad, que es definitiva en la guerra–, que terminan en que el cautivo usa al chico como escudo humano cuando los adultos vienen a matarlo.
El nivel de tenacidad imaginativa con el cual el poeta surafricano Mongane Wally Serote da testimonio de los sucesos apocalípticos del apartheid es orgánico en la persistencia de su percepción. Serote escribe: “Quiero ver lo que sucedió./ Hecho esto,/ con tanto silencio como penetran en el suelo las raíces de las plantas/ miro lo que sucedió.../ cuando los cuchillos entraron y salieron de la gente/ como el día y la noche en el tiempo”.
Mucho antes que eso, la grandeza del testimonio interno de Joseph Conrad encontró que el corazón de las tinieblas no estaba en la estación fluvial adornada con calaveras de Kurtz, sitiada por los salvajes congoleses, sino en las oficinas del rey Leopoldo de Bélgica, donde las mujeres se sentaban a tejer, mientras se organizaba el salvaje comercio del caucho, cuya eficiencia se aseguraba cortando las manos de los negros que no cumplían con la cuota.
Éstos son ejemplos de lo que Czeslaw Milosz llama la “fusión de elementos individuales e históricos”, y que Georg Lukács define como “una memoria creativa que atraviesa el objeto y lo transforma” y “la dualidad del mundo interior y el mundo exterior”.
He hablado de la condición existencial del escritor de literatura de testimonio, tal como yo definiría esa literatura. Pero ¿qué tan involucrado debe estar el escritor personalmente, qué tanto se debe arriesgar en los eventos, los levantamientos sociales o las amenazas contra la vida y la dignidad? En un ataque terrorista, cualquier persona presente está en riesgo y se convierte en activista-en-cuanto-víctima. En las guerras u otros conflictos, el escritor puede ser una víctima. Pero, al igual que cualquier otra persona, el escritor también puede elegir ser protagonista, y si elige ser protagonista, indudablemente experimentará la literatura de testimonio definitiva.
Así lo creía Albert Camus. Camus esperaba que entre sus camaradas de la Resistencia Francesa, que habían sufrido tantas cosas física y espiritualmente devastadoras pero también fortalecedoras, surgiera un escritor que lo plasmara todo en literatura para llevarlo a la conciencia de los franceses como no podría hacerlo ningún otro testigo. Pero Camus esperó en vano el surgimiento de ese escritor. Las experiencias humanas extremas no hacen a un escritor. Oe sobrevivió a la explosión atómica; a Dostoievsky le conmutaron la pena de muerte en el último momento frente al pelotón de fusilamiento; pero el gusto por escribir tiene que estar ahí, tal como un cantante posee el don de tener magníficas cuerdas vocales, o un boxeador posee talento de agresión. Primo Levi podría estar hablando de otros escritores cuando, interno en Auschwitz, se dio cuenta de que las historias de los cautivos tenían cada una un tiempo y una condición que no podían ser comprendidos “excepto del modo en que... entendemos los eventos de las leyendas”.
La dualidad del mundo interior y el mundo exterior: ésa es la condición existencial esencial del escritor como testigo. La mayor parte de la gente tal vez considera a Marcel Proust el escritor famoso menos afectado por los eventos públicos, pero los críticos parecen pasar por alto que el cuarto de trabajo forrado en corcho en el que lo confinaron no impidió sus brillantes revelaciones sobre el antisemitismo que reinaba entre los privilegiados y poderosos. Así que acepto de Proust, sin ninguna reserva, esta indicación: “La marcha del pensamiento en el solitario trabajo de la creación artística avanza hacia abajo, hacia las profundidades, en la única dirección que no nos está vedada, por la cual podemos avanzar libremente, hacia la meta de la verdad”.
Los escritores no pueden permitirse el hybris de creer que plantan la bandera de la verdad en un territorio ineluctable. Pero no podemos dejar por fuera nada en nuestro trabajo solitario hacia el significado. Tenemos que buscarlo en aquellos que cometen actos de terrorismo, tal como lo hacemos en la vida y la muerte de sus víctimas. Tenemos que reconocer su existencia. A partir de su interpretación de la fe cristiana, el sacerdote de Los comediantes, de Graham Greene, dice: “La Iglesia condena la violencia, pero condena con más severidad la indiferencia”. Otro de sus personajes, el doctor Magiot, declara: “Prefiero tener sangre en las manos y no agua, como Pilatos”.
¿Se pierde la libertad artística en la literatura de testimonio? Picasso dio una airada respuesta a la pregunta acerca de la libertad creativa en nombre de los artistas de todos los campos. “¿Qué creen que es un artista? ¿Un imbécil que sólo tiene ojos si es pintor, u oídos si es músico, o una lira en el corazón si es poeta? Muy por el contrario, un artista es, al mismo tiempo, un ser político, que tiene conciencia permanente de lo que sucede en el mundo, ya sea desgarrador, amargo o dulce, y no puede evitar ser moldeado por eso”. Tampoco el arte. Y así surge el Guernica . Como le escribió una vez Flaubert a Turgeniev: “Siempre he tratado de vivir en una torre de marfil, pero una marea de mierda golpea sus muros y amenaza con minarla”.
En los cincuenta me propuse dar un testimonio interno en Seis pies de tierra, una historia escrita casi de forma anecdótica sobre cómo se le negaba la posesión del suelo africano a su legítimo propietario negro, que no podía ser dueño ni siquiera de un pedazo tan pequeño como una tumba. En los setenta, cuando la expropiación de los africanos llegó a su trinchera final bajo el apartheid, me encontré escribiendo una novela, El conservador, en la cual una forma combinada de lirismo y su antítesis, la ironía, trata de transmitir el significado de la tierra, que está enterrado junto con el cadáver de un hombre negro desconocido en la finca de descanso de un hombre blanco; el cuerpo se levanta con la creciente del río para reclamar la tierra. El regreso obsesivo al tema –las bases mismas del colonialismo en el cual viví– es expresión subconsciente de mi enamoramiento de siempre con las posibilidades de la Palabra y, al mismo tiempo, un reconocimiento del imperativo de ser testigo.
Después escribí la novela La hija de Burger, y fue, en cuanto literatura testimonial, una exploración del testimonio interno de la dedicación política revolucionaria entendida como una fe similar a cualquier credo religioso, con dogmas que no deben ser cuestionados por los creyentes, y que pasa de padre a hija y de madre a hijo. El lirismo y la ironía no servían allí, donde la supervivencia interna de la personalidad de una hija dependía de que recuperara la vida de sacrificio voluntario de su padre, su amorosa relación con ella y las exigencias que le impusieron las aspiraciones más altas del padre, su fe política. En esta novela, los documentos sirvieron para descifrar el testimonio interior. Tenía que cuestionar esta historia con muchas voces internas, contarla de una forma en que pudiera alcanzar su significado, sumergido bajo la ideología pública y la acción. Sin embargo, no era una búsqueda psicológica sino estética.
No hay ninguna torre de marfil que pueda impedir que la realidad golpee los muros, como anotaba Flaubert. En lo que respecta al testimonio, la imaginación no es irreal: es una realidad más profunda. Sus exigencias nunca permiten transar con la sabiduría cultural convencional y con lo que Milosz llama las “mentiras oficiales”. Ese intelectual que no hacía concesiones, Edward Said, pregunta: ¿quién, si no el escritor, debe “dilucidar los debates, los desafíos y las esperanzas, derrotar el silencio autoritario y la calma normalizada del poder?”. No obstante, la última palabra sobre la literatura de testimonio la tiene Camus: “Cuando no sea más que un escritor, dejaré de ser escritor".
Nadine Gordimer (Sudáfrica, 1923), es premio Nobel de Literatura 1991. Este texto fue leído en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara en 2006.