De lejos se asemejaba a una masa arbórea. Era un bosque, mi bosque. Caminando ligero, me adentré en él, dejando atrás el verde prado. Una liebre apareció tras la maleza y huyó hacia el río. A lo lejos identifiqué los bufidos de un jabalí. El murmullo de los alcaravanes amenizaba mis pasos. Las ramas de los pinos cimbreaban con el rumor de la brisa de primavera. Todo giraba en torno a mí, testigo único de aquella obra de la naturaleza. Por un instante, los chopos se estremecieron, unos contra otros, mientras el cielo se teñía de negro. Aulló como el lobo en la colina y descargó su ira torrencial… lluvia de agua, olores y rayos. No reconocí los senderos ni encontré señal que me ayudara a serenarme. Entre la estampida de nubes surgió majestuosa el águila, escoltada por un séquito de buitres leonados, y los eucaliptos bendijeron la llegada del astro rey. Entumecido por la humedad, recostado sobre el tronco amable que cobijó mis huesos, lo vi llegar. Rodeado de un ejército fiel -topillos, lirones, ratoncillos, musarañas y cuantos animales poblaban ese bosque-, observó mi presencia y, tras unos segundos, volvió sin más sobre sus pasos. Juraría que era un centauro.
* Finalista IV Concurso de Microrrelatos Realismo Mágico 2106