María (por poner un nombre) me ha enviado este comentario sobre nuestro trabajo juntos:
La experiencia del coaching ha resultado más gratificante de lo que un principio pensé.
No soy una persona escéptica en cuanto a las terapias o la psicología, pero al ver que este método se salía de los estereotipos del coaching, tanto mi madre como yo pensamos que me ayudaría y merecía la pena intentarlo.
Mi caso en concreto trataba mi falta de autocontrol de mis emociones; yo era consciente de que muchas veces la ira o la impotencia me acababan dominando en situaciones de estrés, etc, sobre todo al tener que enfrentarme repetidamente a problemas familiares algo más serios que la típica riña de un adolescente. A veces explotaba, y acababa discutiendo, hablando mal o gritándole a alguien.
Era consciente de que en esos arrebatos acababa haciendo daño a alguien; mi madre, mi padre, mi mejor amiga (en este caso, porque a veces ella no sabía como animarme), o a mí misma; así que acepté empezar las sesiones de coaching.
Éstas nunca me hicieron enfadar; emocionarme, sí, pero en ningún momento me sentí incómoda con las preguntas que me hacía Carlos o enfadada. Dichas preguntas me han hecho reflexionar y ver las cosas desde otra perspectiva, bastante alejada de lo que aparentemente parecía el motivo de mi falta de control; me han hecho ver que muchas veces somos nosotros mismos con quien estamos enfadados, y que únicamente nosotros podemos cambiar si es lo que realmente queremos.
No puedo hablar por otras personas, pero sí puedo decir que, una vez has logrado llegar al fondo del asunto y dar con las claves para cambiar, es más difícil de lo que parece ponerlas en práctica, he de reconocerlo… pero no es imposible.
A medida que las sesiones avanzaban, tanto mi madre como yo notábamos la mejora; ya no me enfadaba tanto, y cuando lo hacía no era de una manera tan fuerte. Y todavía sigo mejorando, a pesar de haber terminado las sesiones.
Esta experiencia también me ha ayudado ver que no es nada malo tragarse de vez en cuando nuestro orgullo y pedir ayuda; para mí no es la mejor sensación, pero tampoco me avergüenza hacerlo una vez que veo que no puedo continuar sola.
Así que animo a quien quiera ayuda pero no reconoce que la quiere, a que tome una respiración profunda y se pregunte, “¿Qué tengo que perder?”
Muchas gracias por todo, Carlos.
María, 16 años. 5 sesiones telefónicas.