Este capítulo pretende discutir las objeciones de Rorty y Stout sobre la relevancia de la teología académica. Como indica el autor, enfrentar ese asunto supone comprender cómo estos dos filósofos entienden el concepto de secularización, el mismo que no es claramente tematizado por ninguno de los dos. Primero, refiere a un proceso histórico que ha permitido que las ideas e ideales teológicos sean desplazados por sus competidores (en cierto sentido, por el pragmatismo). Al confrontar unas con otras, la teología termina siempre perdiendo por mostrarse como poco razonable (14). Segundo, y más interesante aún, la secularización supone un proceso de expropiación: las ideas de la teología –sin su carga propiamente teológica—son absorbidas por un sistema de ideas rivales. “La legitimidad de la teología es socavada al transferir sus contenido a su competidor conceptual” (15). Este es uno de los temas mejor estudiados por Harold Berman en su importante libro The Interaction of Law and Religion. Finalmente, lo secular supone un compromiso con la idea pragmatista de una radical contingencia, lo que exonera a la humanidad de depender de ideales regulativos absolutos para garantizar sus prácticas morales o sus pretensiones de validez y conocimiento (14). Con este triple escenario, la teología parece una industria más que cuestionable.
Rorty and the End of Theology
La crítica de Rorty asocia a la metafísica con la teología como saberes que se pretenden por encima de los demás, a partir de justificaciones apriorísticas. Un teólogo o metafísico (son lo mismo para él) cree en un orden de cosas más allá del terreno humano que, sin embargo, rige a este último (16). No obstante, luego de la crítica pragmatista al fundacionalismo, la metafísica ha perdido toda vigencia como una forma necesaria para explicación de la realidad y, por extensión, sucede lo mismo con la teología (16).
Contra esto, Anderson plantea unas breves réplicas a Rorty: a) no tiene en cuenta las notorias modificaciones históricas y revisiones por las que ha pasado la teología, b) no indica a qué teólogos se refiere, c) parece estar guiado por motivaciones personales, más que por una crítica de fondo genuina y rigurosa. No me cabe decir que, por más que suelo estar de acuerdo con Rorty en muchos puntos, Anderson tiene toda la razón. Rorty generaliza en exceso y eso le quita legitimidad a su postura. Basta con revisar el trabajo de filósofos como Caputo para ver cómo Rorty no hace justicia a las posibilidades de la teología, aunque, hay que decirlo, The Weakness of God es un texto posterior a la muerte de Rorty pero parte de una tradición de pensamiento previa que, por ello, no exime al neopragmatista de responsabilidad.
The Fate of Theistic Morals
Para Anderson, Stout representa un tipo de pragmatismo moderado, en relación a Rorty. Básicamente por su oposición al relativismo moral (que es de lo que siempre se acusa a Rorty con, seamos honestos, alguna justicia). El problema de Stout, como también sucede con Hilary Putnam, es que al tratar de mantener las tesis del pragmatismo y a la vez defender una ámbito independiente del contexto (el de la verdad, diferente de la justificación contextual) termina por ser poco claro, si es que no inconsistente (19). El problema para Anderson es que su defensa de la verdad en términos de universalidad y simplicidad parece incompatible con su rechazo de la metafísica, la ontología y la teología (19). Para Anderson, esta ambigüedad convierte a Stout en un pragmatista mitigado. Yo prefiero decir que lo convierte en un pragmatista inconsecuente. Algo que sucede casi en los mismos términos con Putnam en su debate con Rorty (en algún momento colgaré algo al respecto).
Ahora bien, para Stout una versión secular del pragmatismo tiene que excluir a la teología cuando de materias públicas se trata; sin embargo, eso no la anula como fuente contendora de legitimidad moral (20). El punto de Stout es que al haberse superado varias de las dicotomías planteadas por la filosofía analítica, con la aparición del pensamiento de Wittgenstein y el resurgimiento del pragmatismo, el desestimar sin más a la teología por es un despropósito (21). Lo que parece sugerir Stout es que la teología aún tiene cosas importantes que decir; no obstante, concediendo eso, lo que se pregunta es si esas cuestiones no pueden ser dichas del mismo modo o mejor por otros tipos de discurso, sobre todo cuando pensamos en sus aportes para la esfera pública (21). Stout, claro, sugiere que no parece haber aporte relevante. En ese sentido, la teología parece quedar encerrada en el ámbito de las comunidades religiosas, se privatiza. Porque, además, cuando pretende ir más allá y hacerlo con mediana relevancia, termina por alienar su propia identidad (21).
Un ejemplo paradigmático de este fenómeno sería David Tracy –a quien empezaré a investigar en breve, en relación a Gustavo Gutiérrez, gracias a una beca de la fundación ICALA–. Tracy opta por concentrarse en una entrada metodológica que busca reglas universales para el diálogo plural y, a ese respecto, rescata el valor de la teología. Stout acusa este proyecto de fundacionalista, pero Anderson replica que Stout no deja claro a qué se debe la acusación, ya que la apelación a reglas meta-éticas y meta-doctrinales es algo que no resulta ajeno a Stout (22-23). Además, aun partiendo de la premisa post-wittgensteiniana de que no hay reglas universales para la conversación, eso no quiere decir que no se puedan establecer reglas procedimentales en absoluto (23).
La crítica de Anderson, finalmente, se hace poderosa cuando afirma que Stout plantea un dilema falso producto de un error categorial (25): 1) porque asocia sin justificación la teología académica con las versiones clásicas del teísmo y con la transmisión de la doctrina sagrada, 2) porque al hacerlo desestima la movilidad y capacidad de reacomodo de la teología, 3) la misma que la reorientado a través de su historia por numerosos caminos, muchos de los cuales la han convertido en una interpretación identificada con lo situación cultural y social de un determinado grupo humano, como ha sucedido claramente con la teología de la liberación de Gutiérrez.
Por todo ello, Anderson concluye que la teología y el pragmatismo no se muestran como formas de explicación incompatibles. La presunta incompatibilidad ha sido propuesta por pensadores que no le han hecho justicia a la teología como disciplina académica y que han pretendido plantear un dilema en términos demasiado rígidos, como sugiriendo que le pragmatismo es necesariamente ateo y la teología solamente teísta (25).