Revista Maternidad

The Reader

Por Lamadretigre

The ReaderDe todas las decepciones que la maternidad me ha traído consigo la lectura ha sido la peor. Sin duda. Cuando era buena madre – antes de ser madre- me imaginaba leyendo sin fin con mis retoñas acurrucadas frente a la chimenea. Me soñaba releyendo los libros y cuentos que marcaron mi infancia. Charlando con mis niñas sobre tal o cual personaje o autor. Nutriendo su sed incansable de conocimiento y cultura. Visualizaba a mis niñas con las gafas virtuales de la erudición: leídas sin ser pedantes, intelectuales sin resultar cansinas.

Luego vino el tío Paco con las rebajas. Y resultaron ser saldos. Todo empezó con los libritos de dibujos del demonio. Esos con los que una buena madre enseña a sus niños primero a señalar la pelota, luego a decir pe-lo-ta y más adelante a distinguir el color del esférico. Todavía recuerdo con espanto las horas que pasé frente a la primera página de nuestro libro de referencia mientras La Primera confundía el biberón con la camiseta y las katiuskas con el pato de goma.

Luego vinieron las tardes de dónde está la vaca que hace mú y el perro que hace guau. La hoja con el tractor, el semáforo y el policía estilo inglés resultó ser un escollo insalvable en nuestra relación de madre-profesora-hija-aplicada-alumna. Con La Segunda, por pura decencia, volví a someterme al calvario del patito de goma y a fracasar estrepitosamente con la escarola de hoja de verde. Con La Tercera condené al librito de marras al baúl de los recuerdos y lucí mi mejor cara de póker en la revisión de los dos años cuando la niña no fue capaz de identificar una pelota ni en español ni en alemán. Ahora lo tengo preparado para pasarles el marrón de culturizar a La Cuarta a las mayores.

Entre tanto las mayores entraban en la era cuento mientras su padre y yo nos lanzábamos la lectura nocturna cual arma arrojadiza. Tampoco a éstos conseguí pillarles el punto aunque rescaté todos los cuentos que me leía mi madre de pequeña. Los cuentos a frase por página me aburren. Sobremanera. Encuentro que la mayoría están regular escritos y que unos se pasan de simples mientras el resto se excede en la moraleja. Empecé a corregir la redacción mientras leía. De ahí a saltarme páginas y fragmentos enteros y llegué al punto de intentar colarles a toda costa el más corto para acabar cuanto antes con una actividad que nunca me resultó muy gratificante.

El padre tigre por su lado hacía lo propio y nos encallábamos en un hoy-te-toca-a-ti-no-a-ti-rebota-rebota-que-en-tu-culo-explota. Hasta que al final la sana costumbre se transformó en que las niñas empezaron a leerse solas el cuento nocturno y se pasaban veinte minutos antes de dormirse mirando los dibujos. Esto fue un buen apaño para todos y volvió la paz la hogar familiar.

En estas llegó La Primera al colegio alemán donde la mitad del peso educativo recae sobre los hombros maternos. Nuestras tardes se convirtieron en un infierno terrenal de sssssaaaas, mmmmmís y . El día que durante más de veinte minutos leyó rima donde ponía rita tocamos fondo. Lloró ella y lloré yo. Me quise tirar por la ventana sola o acompañada y perdí el último resquicio de dignidad educativa que me quedaba. Verla pelearse con cada sílaba tarde tras tarde resultó ser demasiado para mis nervios de mala madre y tanto ella como yo le cogimos manía a leer. Por lo menos juntas.

En verano decidí darnos a las dos un respiro y, desoyendo todos los mandatos de la profesora, no tocamos un libro en todas las vacaciones. Desde entonces la niña lee mejor y ser testigo de sus duelos con cada página es hasta tolerable. Pero placentero… No. Leer es otra cosa. Una delicia que todavía nos está vetada.

No he perdido la esperanza. Sigo leyendo clásicos infantiles maravillosos como Peter Pan, El jardín secreto o El viento en los sauces con la esperanza de que algún día, en algún lugar, alguna de mis hijas y yo podamos compartir un rato agradable.

Soñar es gratis. Y leer también.


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