Creo que he vivido en una burbuja. Bueno, en varias. La primera, la que me llevó a ver la serie. El resto, todos y cada uno de los treinta y dos capítulos, treinta y pico horas, que la componen. Una burbuja de aparente consenso en mi timeline de Twitter primero: Ted Lasso es la serie que hay que ver. Treinta y dos burbujas de aparente felicidad después: Ted Lasso es la serie que hay que pretender ser.
Ojalá poder trufar estas líneas con citas o escenas. No sé. No puedo. No soy de esas cabezas. Solo puedo intentar transmitir mientras escribo que esta serie se ve con el pecho hinchado y la media sonrisa puesta. Que lloras y ríes. Pero sobre todo quieres. Y sé que no le estoy haciendo justicia, que es imposible transmitir eso. Mucho menos con la intensidad que merece. Que Ted Lasso es muchas cosas pero sobre todo una: sorpresa constante. Nadie hace lo que esperas. Porque lo que uno normalmente espera es miseria y oscuridad. Nada que objetar. La vida es miseria y oscuridad. Pero Ted Lasso es otra cosa. El reverso luminoso de la fuerza.
Supongo que la serie tendrá haters. Cualquier cosa los tiene. El helado, el sexo y la cerveza los tienen. Pero no quiero conocerlos. No quiero hablar con ellos. Me molesta siquiera pensar que existen. Ojalá encuentren sus propias burbujas.
Ted así lo querría.