Revista Cine
El año pasado leí el magnífico libro de Cormac McCarthy en el que se basa esta película. No lo comenté por aquí, porque por aquellas fechas aún era un humilde muchacho sin blog, pero puedo decir que pocas lecturas son tan desasosegantes como el retrato apocalíptico que traza el autor norteamericano. A lo largo de sus páginas asistimos a la descripción de un mundo arruinado, de color gris ceniza por el que deambulan un padre y su hijo que ponen todas sus esperanzas de salvación en conseguir llegar al mar.
John Hillcoat, director hasta ahora desconocido para mí, ha realizado una perfecta adaptación del texto en imágenes. Para empezar ha escogido a dos actores solventes para interpretar a estos dos locos esperanzados en un mundo sin esperanzas. Viggo Mortensen, actor de probada solvencia, interpreta soberbiamente a un padre que sigue buscando la quimera de la salvación (más la de su hijo que la suya propia), pero que se encuentra a punto de dar el último paso que le falta hacia su total deshumanización. El hijo, el niño Kodi Smit-McPee, es un personaje que ha nacido con la llegada del desastre, por lo que solo conoce el mundo preapocalíptico por los relatos de su padre. Es un niño dominado por el terror, al que solo le sostiene la creencia en las palabras de esperanza de su progenitor.
Nada más comenzar la historia, los dos personajes rebuscan entre las ruinas de lo que antaño fue una próspera ciudad. La imagen del dinero, tirado en la calle y al que nadie presta atención, nos da idea del derrumbe social al que vamos a asistir: ya solo importa la supervivencia. La sociedad se ha adherido al darwinismo más cruel: solo van a sobrevivir los que sean capaces de adaptarse a la cruda realidad y, si es necesario, adoptando el canibalismo como forma de vida. El padre intenta que él y su hijo no tengan que llegar nunca a esos extremos y por eso divide ante su retoño a la humanidad entre buenos y malos. Una división absurda en un mundo en el que la moral simplemente ya no existe y los hombres se asemejan cada vez más al resto de animales irracionales, pero que sirve al personaje para aferrarse a los recuerdos del pasado, alimentarse de ellos y seguir adelante llevando a su hijo de la mano hacia un futuro oscuro.
Los flashbacks de pocos minutos a los que asiste el espectador de vez en cuando están muy bien traidos. Aportan más horror si cabe a la situación del protagonista: su mujer, quizá más lúcida ante la falta de esperanzas de la humanidad discute con él acerca de la imposible solución a su drama. Él es más testarudo y se aferra a la esperanza absurda de llegar al mar, como si allí hubiera sobrevivido algo del espíritu del viejo mundo. La ruta por la que transcurre el caminar de padre e hijo resulta francamente desoladora: bosques petrificados en los que los árboles se derrumban, incendios de proporciones bíblicas que devastan áreas extensas, perturbadores terremotos y bandas de humanoides buscando carne humana para sobrevivir: como si la madre tierra hubiera dado la espalda a su hijo díscolo, el hombre. Todo ambientado perfectamente, dando una sensación de realidad que incomoda al espectador en su confortable asiento.
Porque nuestro subconsciente nos avisa de que no somos totalmente ajenos a lo que vemos en la pantalla. Los avisos sobre el cambio climático, las catástrofes naturales, las guerras interminables, la amenaza nuclear, el hiperterrorismo o la depresión económica son hechos nombrados cotidianamente en el telediario y se han instalado en nuestras vidas para quedarse. Aunque no lo digamos abiertamente, un secreto temor a que un día todo se derrumbe se ha instalado en nuestras vidas y nos acompaña a cada paso. "The road" nos parece real porque no descartamos la posibilidad de que estos hechos puedan suceder. En la película no se nos aclara el motivo del apocalipsis. Pero a nosotros se nos ocurren tantos...