Título: Lobos sobre Broadway (IV)
Autor: Ana Morán Infiesta
Portada: Abel García
Publicado en: Noviembre 2016
Las piezas están situadas sobre el tablero. Los Amos de la Noche esperan tender una trampa a Joan Wang y a La Sombra, en caso de que ambos estén aliados. El señor de la oscuridad tiene también sus propios planes para derrocar las maquinaciones de los criminales.
¿Quién ganará? Solo La Sombra lo sabe.
Silver Lane había sido una de las zonas más exclusivas de Manhattan, una urbanización donde importantes Brokers de Wall Street convivían con presidentes de grandes compañías y enviados de países extranjeros. Pero eso había sido veinte años antes, cuando la tragedia no la había convertido en un conjunto de casas en perpetua búsqueda de inquilinos. A veces, algún incauto, atraído por la tranquilidad de la zona y los bajos precios, alquilaba una de las viviendas. Pero su estancia no se prolongaba demasiado.
Sobre todo quienes residían cerca del caserón número 13, hogar marcado por una historia de traición, muerte y supuestas presencias espectrales. Seguramente la mala fama del lugar había contribuido a que Selene lo escogiese como lobera.
Harry Vincent aparcó el sedán de Joan Wang y contuvo un respingo al contemplar la morada maldita, única iluminada en aquel tramo.
—¿No me digas que te dan miedo los fantasmas, chico valiente? —preguntó Joan en tono burlón.
La directora del Red Velvet se bajó del coche y se encaminó hacia la casa. Esa noche, Joan era pura provocación revestida de esmeralda. Su vestido de corte occidental dejaba poco a la imaginación y se pegaba a su figura como una segunda piel. De no ser por la larga abertura lateral, la mujer habría tenido que andar a saltos. Sobre sus hombros, casi desnudos, dormía una costosa estola de zorro.
Ni siquiera Harry era inmune al influjo erótico de la gélida belleza. El agente de La Sombra, cerró el coche y se apresuró a unirse a su socia de esa noche. No había vigilantes frente a la puerta del caserón, eso resultaría notorio incluso en aquel barrio. En cambio, sí había un hombre vestido con chaqueta de trabajo enfrascado en arreglar el motor de una limusina, aparcada frente a la entrada del garaje. Al verlos, el tipo acercó la mano a la cazadora, pero no llegó a desenfundar arma alguna. Cuando Joan se giró y saludó al guardia con un guiño burlón, el rostro del hombre se tiñó de ira, pero no les impidió llegar hasta la puerta y tocar el timbre.
Joan Wang no se inmutó al ver que Selene, además de por Walter Blake , estaba acompañada de un matón de barba mal afeitada y gesto patibulario. Ni siquiera el esmoquin lograba ocultar la peste a lobo rabioso que exudaba.
—Si no le molesta, señorita Wang —dijo Selene en un tono que no sonaba a disculpa—, mi empleado la registrará a usted y a su acompañante. El protocolo, ya sabe...
—No es ninguna modestia, Selene. Puede registrar mi bolso si lo desea.
La sonrisa de Joan Wang era tan falsa como la de la jefa de los Amos de la Noche, también más cruel y seductora. En cuanto su rival cogió la cartera, la directora del Red Velvet dejó resbalar la estola de sus hombros, como si estuviese segura de que la costosa piel de zorro no rozaría la moqueta polvorienta. No se equivocaba. A pesar de su habitual pose desdeñosa, Walter Blake se agachó para atrapar entre sus manos el chal. Ajeno a la mirada furibunda de Selene, el sonriente hampón se incorporó, acariciando el pellejo.
—Pero no creo que haga falta que nadie me registre —añadió Joan, mirando directamente a su rival—. Mis únicas arnas son claramente visibles.
Los gruesos y sensuales labios de Selene se apretaron en una mueca tensa hasta casi parecer dos líneas pálidas. Por fin, la mafiosa recuperó la sonrisa falsa e hizo un gesto de asentimiento.
—Karl. Registra solamente al señor…
—Vincent —dijo Harry, alzando los brazos. El tono del agente de La Sombra era neutro, pero se estaba esforzando para no soltar una carcajada pese a la gravedad de la situación.
El matón miró durante unos segundos a Joan con gesto avinagrado y se dispuso a cumplir con su cometido. Lo hizo con rudeza, e incluso palpó durante más tiempo del necesario la entrepierna de Harry, pero no logró hacerle perder la compostura. Cuando todo probó estar correcto, Selene hizo ademán de disponerse a dar una nueva orden, pero Joan volvió a interrumpirla.
—Ahora, Selene. Si no le importa, usted y su socio deberían permitir que el señor Vincent los registrase. El protocolo, ya sabe.
Blake tendió la estola a Karl, señalando con la mano libre un armario situado al lado de la puerta de entrada, y alzó los brazos.
—Prefería que me registrase usted, pero tendré que quedarme con su socio —dijo, alzando los brazos.
Nadie vigilaba la parte trasera de la número 13 de Silver Lane, pese a que la puerta de servicio resultaba perfecta como coladero de ladrones.
Tal vez por eso una sombra de tamaño cambiante avanzaba silenciosa hacia la misma. De pronto, un pie quedó suspendido en el aire, se retiró, como azotado por una corriente eléctrica. No hubo tiempo para huidas, en apenas unos segundos todo quedó bañado por un potente haz de luz, proveniente de la casa situada frente a la vivienda de Selene.
Media docena de dedos acariciaron los gatillos de otros tantos rifles provistos de silenciador. Y se apartaron de los mismos un segundo antes de cometer el error de su carrera. Desde la puerta, inmóvil como una orgullosa deidad, los contemplaba un gato negro de grandes ojos verdes. Era su pie el que había rozado la fina cuerda de piano que, unida a un cable de acero, activaba la campanilla colocada en la casa vecina. El destino de la trama era alertar de la llegada de La Sombra; sin embargo, otro señor de la noche había caído en sus redes.
Uno de los matones se apresuró a apagar el foco, sin dejar maldecir en voz baja Sus colegas retomaron la vigilancia. Ninguno vio cómo el gatito retrocedía, atraído por un susurro apenas audible, y se encaramaba a los brazos de un hombre bajo y encorvado, cuyos ojos pálidos no se habían perdido ninguno de los movimientos de los asesinos. El hombre olía a sangre vulpina; eso no evitó que el gato le lamiese el rostro. Él y Hawkeye eran viejos amigos, aunque este fuese el debut del felino al servicio de La Sombra. El pequeño espía se alejó de allí en silencio. No necesitada dar señal alguna a su jefe. El Señor de la Oscuridad había visto la trampa; tampoco le había pasado desapercibido cómo alguien espiaba desde una ventana del piso superior de la casa.
Una risa silenciosa se escapó de los labios de La Sombra. Como se esperaba, tocaría escoger otro camino de entrada. Mientras tanto, Hawkeye zigzagueaba entre las calles oscuras y se colaba por la a puerta trasera de una vivienda cercana a la de los matones. Allí lo esperaban otros agentes de La Sombra.
Poco después una camioneta se adentraba por la avenida principal de la urbanización. Parecía haberse materializado de la nada, pero el vigilante del número 13 estaba demasiado concentrado en la falsa reparación del coche como para notar nada extraño. Además, el traqueteante vehículo cargado de cajas de frutas y verduras no despertaba sus sospechas. Muchos comerciantes iban de puerta en puerta intentando saldar el material que no habían podido vender en el mercado o en sus puestos ambulantes. Siempre había un primo que escogía hacer negocio en Silver Lane.
Visto el aspecto poco apetecible de las mercancías, poco iba a vender allí. Las cajas, además, estaban tan mal apiladas que amenazaban con desplomarse sobre el asfalto.
Agachado entre las tinieblas proyectadas por la lobera, La Sombra rió en silencio cuando el vehículo pasó al lado del falso chófer y se caló al cabo de pocos metros, provocando que varias cajas se precipitasen. Toda la atención del guardia estaba ya puesta en la furgoneta cuando se bajó de ella un hombre moreno y menudo, maldiciendo en una jerigonza que mezclaba inglés e italiano.
El vigilante fingió limpiarse las manos con un trapo y avanzó hacia el temperamental frutero. Aún en cuclillas, La Sombra avanzó. Pasó por delante de una ventana iluminada, cubierta por un visillo de tela fina. Ninguna de las dos bellas mujeres reunidas en el cuarto se percató de su presencia.
Cerca de la furgoneta, el guardián se había agachado para recolectar los calabacines y berenjenas caídos. La Sombra llegó a la altura de la puerta. De su bolsillo, sacó una llave maestra. Sus movimientos no fueron completamente invisibles. Si bien el matón no podía verlo, el frutero vislumbró la figura del vigilante. Su gesto no delató sorpresa ni miedo. Pietro también era un agente al servicio del justiciero.
La puerta cedió al embate de la llave maestra. Cualquier chirrido de bisagras quedó enmudecido por la oportuna caída de otra caja, llena de tomates. El codo de Pietro la había precipitado, pero el hombre empeñado en ayudarlo no vio el movimiento. Solo escuchó una sarta de maldiciones. Empezaban a oírse incluso los ladridos de un perro cercano. La puerta se abrió un poco más, el hueco justo para permitir el paso de la delgada sombra de perfil aguileño.
En el exterior dejaron de escucharse gritos. Unos billetes crujientes suavizaban la furia del vendedor más temperamental.
La Sombra se deslizó como un fantasma en el interior de la casa. Ninguna luz iluminaba el corredor de la planta baja, nadie vigilaba. A sus finos oídos apenas llegaba un murmullo de voces amortiguadas. No pertenecían ni a Harry ni a Joan, tampoco a sus dos anfitriones. Eran voces ásperas, masculinas, y parecían necesitar soltar una maldición cada dos palabras.
El vigilante permaneció inmóvil mientras dejaba que sus ojos se acostumbrasen a la penumbra. La planta baja era menos amplia de lo que hacía aventurar el exterior de la vivienda. En los laterales se vislumbraban solo dos puertas; una correspondía al despacho en el que discutían Joan Wang y Selene. Tras la otra, podría encontrarse Harry Vincent. La Sombra pronto lo comprobaría, pero antes terminaría de analizar el campo de batalla. Una gran escalera dominaba el espacio, flaqueada por dos feas estatuas lupinas. Tras ella, al fondo, se veía otra puerta cerrada. No había nada más de interés, fuera de un armario situado al lado de la entrada y una mesita colocada frente al hueco de la escalera, sobre la que descansaba un teléfono.
La diestra de La Sombra se había sumergido bajo la capa cuando el vigilante quedó de pronto paralizado. La puerta situada tras la escalinata se abrió.
—Está bien. Haré yo la ronda, pero estoy seguro de que habéis hecho trampas.
La luz inundó un pasillo vacío. Silencioso como un espectro, el Señor de la Oscuridad había encontrado refugio. El matón inició su ronda revólver en mano, sin demasiado entusiasmo. Su gesto cambió cuando su mirada se posó en el armario. Allí, atrapado entre sus puertas, se entreveía un triángulo de tela negra, como el bajo de un abrigo o un extremo de una capa. El matón tragó saliva y amartilló el arma. Intentando que sus pasos hiciesen en menor ruido posible, avanzó hasta el armario y aferró el tirador. Soltó aliento. La puerta de abrió de golpe, el revólver salió disparado hacia el interior del mueble, el dedo acarició el gatillo. Se detuvo.
El abrigo de Walter Blake no suponía peligro para la manada. El matón maldijo entre dientes y se acercó a la escalera.
—Frank. ¿Alguna novedad ahí arriba?—, preguntó cuando un mestizo de barba rala se asomó por la barandilla del piso superior.
—Todo tranquilo.
El vigilante de la planta inferior enfundó el revólver y regresó con sus compañeros, entre promesas de tomarse la revancha por la partida anterior. Una risa suave resonó bajo el hueco de la escalera. La Sombra se deslizó fuera del refugio oculto tras la mesa y salió al pasillo, de nuevo sumido en la oscuridad. En su mano portaba un pequeño catalejo. Parecía una herramienta absurda en una casa en penumbra, pero su utilidad pronto quedó probada. Solo la lente especial del ingenio podría haber revelado las huellas luminosos que manchaban el marco de la puerta situada a su izquierda. Una pintura especial diseñada por La Sombra, que solo podía ser vista en la oscuridad, a través de la lente especial.
Gracias a ella, sabía dónde estaba Harry Vincent. El vigilante avanzó hacia la puerta. Desarmada o no, Joan Wang podía defenderse de todo un ejército; su agente podría necesitar refuerzos si era el cebo usado en la encerrona.
—Y esa, señorita Wang, es la propuesta de los Amos de la Noche. Un veinte por ciento de la facturación mensual del Red Velvet y asegura su tranquilidad y la de todos sus empleados.
Selene sonrió propio de una gata recién alimentada, tras la protección de su escritorio. Tenía la barbilla apoyada sobre las manos y no apartaba la mirada de su interlocutora. Si le frustraba la sonrisa irónica de la belleza chinoeuropea, la loba sabía ocultarlo.
—Un veinte por ciento de las ganancias mensuales del club, una propuesta interesante…
—Y más ventajosa que la que han firmado otros colega suyos.
Selene se puso en pie con lentitud, una sonrisa seductora asomando a sus labios, y comenzó a pasearse por el despacho sin mostrar impaciencia. Se acercó a una peana de madera sobre la que descansaba la estatuilla de un licántropo aullando a la luna y fingió colocar bien esta. Al hacerlo, acercó la mano a la parte de atrás del soporte y desenfundó un cuchillo allí fijado. Miró por el rabillo del ojo a Joan Wang. La joven seguía mirando al frente, sin dar muestras de percibir los movimientos de su anfitriona. Selene ocultó el cuchillo tras la espalda y avanzó hacia ella.
—Pero solo es ventajosa para su panda de lobitos pulgosos, no sé por qué debería aceptarla…
La chispa bastó para encender la furia de Selene, pero no la hizo perder el control. Con la misma agilidad que mostrara dos días antes para escapar de La Sombra, la mujer loba se lanzó contra Joan Wang y la agarró por el cabello. Antes de que la otra tuviese ocasión de gritar, la hoja del cuchillo presionaba contra su garganta.
Eso no atemorizó a la directora del Red Velvet.
—Le serviría, por ejemplo, para no terminar esta noche con una segunda boca abierta en la garganta.
—¿En serio? La tenía por alguien más inteligente, Selene. Por eso iba a ofrecerle mi propio trato. Pero veo que tiene ganas de morir.
Si Selene se consideraba una guerrera de reflejos rápidos, esa noche quedó probado que no eran comparables a los de Joan Wang. Antes de que la loba tuviese ocasión de decidir si rajaba o no la garganta de su presa, la zurda de la directora del Red Velvet salía disparada contra su mandíbula y le propinaba un golpe, aparentemente suave, con el talón de la mano. Selene retrocedió de dos grandes zancadas, sin lograr herir, siquiera de modo fortuito, a su rival, pues la otra había aprovechado para apartar el brazo armado de su cuello antes de levantarse de un salto.
Joan podría haber seguido atacado, pero se limitó a flexionar piernas y brazos, en posición propia de un artista marcial dispuesto a iniciar una nieva lid. Frente a ella, Selene la taladraba con la mirada furibunda, la sangre arroyando por una herida del labio inferior; el cuchillo en la mano, sediento de muerte.
—Espero que al menos sea una rival divertida —sonrió Joan.
Walter Blake había conducido a Harry Vincent hasta una biblioteca. Flotaba una atmósfera opresiva en el cuarto, pese a su amplio tamaño y estar bien iluminado. Tal vez se debiese los grandes cortinajes que cubrían el ventanal, o la pesada estantería colocada en la pared opuesta, cargada de libros de lomos relucientes. O a lo mejor, el problema estaba en el cuadro situado tras la mesa de Blake, una cruenta recreación de una batalla entre lobisomes y caballeros templarios. La pintura despedía una fuerza inquietante e hipnótica, capaz de secuestrar la mirada de quien la contemplase.
La atención de Harry, no obstante, se debía a otro motivo. Visto su tamaño, el cuadro bien podía ocultar una puerta a un cuarto o un pasadizo secreto. Tan absorto estaba en vigilar este que no percibió cómo la puerta de la biblioteca se abría unos centímetros, dando paso a un manto de oscuridad. Tampoco notó el peso de unos ojos como ascuas sobre su espalda.
Ajeno al espionaje, Walter Blake fumaba con los ojos entrecerrados. De vez en cuando, daba un sorbo a su vaso de whisky, pero no era un lobo demasiado sediento. Tampoco conversador. Por eso Harry se inquietó cuando su anfitrión clavó en él la mirada y alargó la mano hacia un cajón del escritorio.
—Me estoy dando cuenta de que antes fui un lobo salvaje y no le pregunté si deseaba fumar.
Mientras hablaba, Blake sacó del cajón una caja de puros. Sosteniendo el que él estaba fumando entre los dientes, ofreció a Harry la purera abierta. Tras un segundo de duda, el agente tomó uno de los cigarros; arrancó la parte trasera con los dientes e insertó el puro entre los labios, antes de palpar los bolsillos del traje en busca de cerillas.
—Espere, le daré un mechero —Blake sumergió de nuevo la mano en el cajón, pero esta vez Harry no se tensó—. ¿Qué le parece este… ?
Las palabras del mestizo aún flotaba en el aire cuando Harry se encontró contemplando el cañón de una automática. El cigarro se escapó de entre sus labios, al tiempo que él alzaba las manos, sin dejar de sostener la mirada de Blake.
—Si esto es una broma… No tiene ninguna gracia.
—No es ninguna broma, figurín. Esa zorra de ojos verdes aún tendrá una posibilidad de seguir viva si es lista y acepta las propuestas de Selene. Pero alguien más peligroso que yo quiere tener una charla con usted… sobre sombras y dragones.
Harry permaneció impasible cuando Blake aproximó el cañón de la automática a su rostro. El lobisome acercó la mano a la parte baja del escritorio, sin dejar de sonreír. La mueca jocosa estaba destinada a evaporarse de sus labios. Una risa siniestra reverberó en la sala, golpeando las paredes y el corazón de los congregados. Era una risa cavernosa, una burlona sentencia de muerte capaz de helar la sangre de las venas a cualquier villano. Incluso si este era un lobo implacable.
Blake cambió la trayectoria de su pistola para apuntar hacia otro punto de la habitación. Desde el centro de la sala, erguido como un dios justiciero, lo contemplaba un hombre vestido de negro; un sombrero de ala ancha le ocultaba el rostro, pero no ensombrecía el brillo de sus ojos como tizones. Estos resultaban casi tan atemorizadores como los dos .45 que apuntaban hacia Blake. El sudor corría por el rostro del asesino, mientras este iba presionando el gatillo de su arma.
Harry Vincent carecía de los reflejos de su jefe, pero esa noche se encontró tumbado en el suelo antes de que las pistolas hablasen. Dos promesas de muerte retumbaron en la sala. Solo una alcanzó su objetivo; aunque la buena puntería de La Sombra no fue suficiente para alejar el peligro. Blake soltó la automática, que salió disparada hacia el otro lado del escritorio, pero fue capaz de apretar el botón oculto bajo el mueble antes de exhalar su último estertor.
La inmensa pintura al oleo se alzó y una manada de lobos invadió la habitación. Ni siquiera la risa de La Sombra habría podido paralizar a esas fieras sedientas de sangre. Seguro de eso, el vigilante los recibió con balas. Los disparos abatieron a dos de los matones y dispersaron al resto. Las balas agujereaban el escritorio cuando Harry fue capaz de rodar por el suelo para hacerse con el arma de Blake y unirse a su jefe en la batalla. Gruñidos y la risa de La Sombra, aroma a pólvora, tronar de balas. Los disparos astillaban la madera, silbaban cerca de los oídos de Harry. Sin alcanzarlo. Tampoco lograban dar a su jefe, protegido al lado de una estantería. En unos minutos eternos, el señor de la oscuridad y su agente lograron diezmar a sus atacantes. Pero una nueva amenaza llegó desde la puerta, aunque La Sombra se adelantó a los matones, cambiando la dirección de la automática de su mano izquierda, para recibir a los refuerzos con una salva de balas. Cuando ellos dispararon contra el hueco donde él se había cobijado, solo lograron acribillar la pared. La Sombra usó las dos últimas balas de su automática derecha para tumbar a los últimos lobos surgidos del pasadizo mientras corría hacia este.
Dio una patada a una pistola caída en el suelo y la lanzó hacia su agente.
—La puerta —ordenó.
No hacía falta. Harry ya estaba cubriendo las espaldas de su jefe. Desde el exterior llegaba el eco de más disparos. Cliff y Hawkeye habían interceptado a las tropas de refuerzo.
La patada de Joan alcanzó por segunda vez el rostro de Selene, haciendo crujir las cervicales de la loba. La asesina lanzó un gañido lastimero y retrocedió unos pasos, aún aferrada a un cuchillo que no había logrado rozar a la directora del Red Velvet.
La líder de Los Amos de la Noche, por el contrario, tenía la cara cubierta de sangre, nariz y labios rotos, el vestido desgarrado. El orgullo herido. Fuera de la habitación, tronaban las balas, pero Selene apenas escuchaba su canto.
—Creo que voy a tener que acaba pronto contigo, lobita. Ni siquiera me estás resultando útil como entrenamiento —rio Joan, los brazos cruzados frente al pecho.
—¡Maldita zorra! ¡Voy a dejarte la cara tan cortada que no te follaría ni un perro sarnoso! —aulló Selene antes de cargar contra su enemiga.
Joan no reaccionó hasta que su rival llegó casi a su altura. Con la misma suavidad con la que una bailarina de ballet afrontaría un paso de danza, atrapó la muñeca de derecha de Selene y descargó un golpe brutal contra el codo de la mafiosa. El crujido de los huesos tapó el grito de dolor de la loba herida. Desarmada, con el brazo colgando como un pelele, intentó alejarse de Joan.
—Adiós, Selene, creo que puedes considerar tu oferta rechazada.
Dicho eso, golpeó con la base de la palma de su diestra la nariz de su enemiga. Un golpe destinado a romper el tabique nasal de la loba y producirle una muerte instantánea al hundir este en el cerebro. La asesina de ojos jade contempló el cadáver con gesto burlón y se agachó para recuperar el cuchillo. No se oían disparos, pero unos pasos se acercaban al despacho.
Abrió la puerta y se lanzó al pasillo. Una automática brilló en la oscuridad. Ella no le dio oportunidad de hablar. Se abalanzó sobre su enemigo, haciéndolo caer de espaldas contra el suelo, dispuesta a abrirle una segunda boca en la garganta. Por suerte, reconoció a tiempo a Harry Vincent.
Mientras el agente de La Sombra recuperaba el resuello, Joan se incorporó hasta quedar sentada a horcajadas sobre el joven.
—Señorita Wang…
—Señor Vincent… Me siento halagada por su atención, pero este no es el momento adecuado.
Tras un segundo de confusión, él bajó la mirada. Una parte de su ser empezaba a reaccionar de forma entusiasta ante el cálido roce de la entrepierna humedecida de la asesina.
Media docena más de lobos habían caído bajo los disparos de la automática de La Sombra, la primera de sus armas de repuesto. Otro disparo acabó con un séptimo. Solo le quedaban dos disparos en ese arma. Desenfundó su último .45 y salvó los últimos metros de corredor.
No había más matones al final del camino. Solo una habitación rectangular casi vacía. En su centro había una pequeña mesa redonda, sobre la que descansaba un dragón de verdes escamas. Al lado de esta, armado con una pistola, se alzaba un hombre cubierto con una túnica verde y capucha clara. Sobre esta aleteaba un dragón con alas en el lomo y patas delanteras provistas de garras.
El encapuchado esperó a que La Sombra se encarase con él, automáticas en ristre. Durante unos segundos, el silencio fue dueño de la sala. Los dedos acariciaban los gatillos, sin decidirse a presionar. Dos disparos simultáneos tronaron como un solo ser. Los siguió una risa. La risa triunfante de La Sombra. El vigilante estaba ileso. En la capucha de su enemigo, el dragón verde había desaparecido para dejar paso a un agujero. El amo de la oscuridad enfundó una automática y se agachó al lado del cadáver. Otra risa, esta vez amarga, resonó en el cuarto al descubrir quién se ocultaba bajo la capucha. Dwight Flynn. La estatuilla del dragón parecía sonreír desde su altar.
La batalla contra los amos de la noche había sido ganada, pero el Dragón de Jade había vuelto a burlar la justicia de La Sombra.
Epílogo
Eleanor jugaba nerviosa con la correa del bolso mientras esperaba a que se abriese la puerta del apartamento de Elisabeth Barth. Su nueva misión resultaba más sencilla que enfrentarse a una mandada de lobos, pero no por ello dejaba de sentirse tensa.
—Ya pensaba que se había arrepentido de llamarme —saludó la agente desde el umbral.
La detective había cambiado la gabardina arrugada por un pijama de hilo color granate y una bata de seda azul marino. Su expresión había perdido el tinte retador habitual.
—Simplemente me perdí. No conozco bien las calles del Village.
—Ya se irá acostumbrando a ellas. Pasemos al salón.
Solo al seguir a su anfitriona hacia una habitación próxima al descansillo, se percató Eleanor de que esta caminaba descalza sobre el parqué, con suavidad, como un sigiloso felino.
El salón más parecía una biblioteca. Las estanterías atestadas de una variopinta colección de libros de lomos desgastados cubrían la mayor parte de las paredes. Quedaban libres la situada al fondo, tras un escritorio de caoba, en la que se abría un ventanal, y la ubicada a su derecha, contra la que estaban situados un sofá y un tocadiscos colocado sobre una peana.
—Me sorprendió que me llamase a estas horas. Pensaba que el Red Velvet ya había abierto.
—Y lo ha hecho. Pero ya no trabajo allí. Joan… —Eleanor se calló al ver que la otra se detenía y se giraba para mirarla con gesto imperturbable—. Se cansó de tener una relaciones públicas con pinta de mojigata, según ella…
—Enhorabuena por conservar la cabeza sobre los hombros.
Eleanor contuvo un escalofrío cuando los dedos de la detective acariciaron su garganta. Solo cuando la otra apartó la mano, y ella soltó una bocanada de aire, se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento.
—Siéntese. ¿Quiere una copa?
Eleanor negó con la cabeza antes de acomodarse en el lado derecho el sofá. El izquierdo parecía el favorito de su anfitriona, a juzgar por la ligera depresión del asiento y el vaso de whisky colocado sobre la maltratada mesa de centro.
—Una biblioteca interesante —comentó Eleanor, al ver que la otra permanecía de pie en medio del salón sin decir nada.
—No todo el mundo opinaría lo mismo.
La detective tomó una novelita de desguace colocada sobre el asiento; antes de sentarse, dobló una esquina del libro allí donde había dejado en suspenso la lectura y arrojó este sobre la mesa.
—Buena parte de ella es herencia de mis padres. Por suerte el viejo aguilucho calvo no la consideró lo bastante valiosa como para venderla.
Eleanor se limitó a mirar a la agente sin tener claro qué decir. Sabía que los padres de Elisabeth habían muerto, posiblemente asesinados, durante una expedición arquelógica en Irlanda, y que había sido Wainwright Barth el encargado de asumir la custodia de la adolescente. Pero había esperado que la agente se pusiese a narrarle historias truculentas sobre Joan Wang, no sus intimidades.
—El testamento le daba autorización para vender los bienes que quisiese, siempre y cuando los fondos se destinasen en mi beneficio y el de mi educación, pero no le permitían tirar ni regalar libros o documentos… No puedo quejarme, gracias a ese dinero pude estudiar en Berkeley, y no en Harvard como deseaba mi tío. Y más tarde pude permitirme el lujo de mandar al viejo capullo al carajo, cuando una oca con peluquín llamada Gilbert Clark me regaló la oportunidad perfecta para abandonar el negocio de las finanzas.
Eleanor fue incapaz de contener una tosecilla nerviosa. Al oír nombrar a su padre había sentido un peso helado en el estómago.
—¿Una oca con peluquín? —preguntó, sorprendida por la ligereza de su tono.
—Un ricacho de Filadelfia que creía que las mujeres no podían preocuparse de nada más complejo que su peinado. Vino para realizar algunas inversiones en Nueva York y se negó a que yo estuviese en las reuniones. Dos días después regresé a Nueva Frisco y empecé a plantearme si me hacía poli o detective privada.
»Pero no creo que hayas venido a escucharme hablar de mi aburrida vida, sino para conocer las razones de mi buena opinión sobre su exjefa.
Eleanor se limitó a responder con un asentimiento. Elisabeth se colocó de rodillas sobre el sofá y, desplazó a un lado una reproducción de la Gorgona de Caravaggio, dejando a la vista una pequeña caja fuerte. De ella sacó una carpetilla que contenía un libro delgado de tapas negras y un sobre que la agente dejó sobre la mesa.
—Joan Wang es la discípula perfecta de un infierno llamado Zaresh —empezó, tendiendole el libro. Se titulaba Zaresh, la fábrica de asesinos y su autor se ocultaba bajo el seudónimo de Cerbero—. Un lugar concebido en el pasado para ser cuna de grandes guerreros, pero que se corrompió hasta convertirse en fuente de asesinos sin piedad ni sentimientos, siempre fieles a los caprichos de su amo.
»En el libro se detalla cómo lavan el cerebro a sus alumnos. Fue escrito, según dicen, por un psicólogo o un sociólogo experto en rehabilitar criminales, pero nadie conoce su verdadera identidad. No llegaron a editarse demasiados ejemplares. Yo obtuve el mío gracias a una detective privada de Faust City que nos asesoró durante la investigación de un asesinato relacionado con David Wang.
—El padre de Joan... —susurró Eleanor, sin desviar la mirada de la lectura—. Por lo que sé es uno de esos grandes benefactores a los que nadie logra implicar nunca en negocios criminales, como muchos de nuestros… hampones locales.
—Wang, o el Viejo Bigotes Ridículos, como lo llamaba Diana, es peor que todos los hampones juntos, Eleanor, se lo aseguro. Es un monstruo sin corazón, aficionado a crear sus propias herramientas de dominación y tortura.
Elisabeth abrió el sobre y dejó sobre la mesa la fotografía de una gargantilla de fino oro con una gran piedra en su centro.
—Esa belleza se llama collar Wang. Lo llevan todas las esclavas de Ojos de Jade. No es solo una marca de propiedad, también en un instrumento de decapitación. Lo descubrimos en Nueva Frisco, cuando encontramos el cuerpo de una niña muerta en una casa vacía de Chinatown. Tenía el cuello casi por completo cortado, de una forma que no podíamos explicarnos. Al principio tampoco logramos averiguar el origen de la muchacha… Aunque pronto empezamos a sospechar de una nueva red de tráfico de inmigrantes ilegales y trata de blancas. Diana llegó a Frisco alertada por las noticias y se ofreció a ayudarnos. Gracias a ella supimos cómo actuaba David Wang y logramos no solo acabar con los lupanares sino con la red que había empezado a tejer en la ciudad…
Eleanor dejó el libro a un lado. Las historias de niños soldados de diez años ejecutando a traidores eran plato demasiado fuerte para ser combinados con collares Wang.
—Y Joan sigue las enseñanzas de su padre…
—Cuando actuaba como su mano derecha en Faust City, sí. En Nueva York parece estar portándose bien, pero allí torturaba, y disfrutaba haciéndolo, por lo que me llegó a explicar Diana. Joan ejecutó a una muchacha con uno de esos collares delante de ella.
Eleanor se acarició la garganta segura de que su rostro debía parecer más pálido que las paredes color marfil del salón.
—Creo, creo que voy a aceptar ese whisky que me ofrecía.
Lamont Cranston se acomodó en su limusina y abrió el sobre que el empleado del Cobalt Club acababa de tenderle. No contenía una misiva, sino una una caricatura. En ella se mostraba a un grupo de ratones intentando escapar de un gato, atravesando un laberinto. El minino sonreía con la barbilla apoyada sobre las patas delanteras, pues el intricando pasaje por el que pretendían escapar sus presas trazaba un millón de recovecos para volver casi al punto de partida, frente a su boca.
La lámina habría sido vulgar de no ser por dos detalles. El ratón más adelantado, guía del resto, proyectaba sobre la pared del laberinto una sombra muy extraña: la de un hombre de nariz aguileña, tocado por un sombrero de ala ancha. En la mitad inferior derecha del dibujo, allí donde debería figurar la firma, alguien había trazado la silueta de un pequeño dragón en brillante tinta verde.
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