Este libro, traducido al castellano hace dos años, pasó más o menos desapercibido. Varios blogueros lo reseñaron con emoción (aquí y aquí) pero a otros, por decirlo finamente, se les atragantó. Al crítico de El Cultural le pareció que ni fu ni fa porque esperaba leer "La Colmena", pero fue el Sr. Molina, en la web "Solodelibros" quien se lanzó en caída libre y con un par: que si perspectiva banal, que si estilo plano, que si Hamilton no es un buen novelista...
Yo leí la crítica con los ojos boquiabiertos, como quien dice.
Pero luego recordé que ese mismo señor Molina (que normalmente escribe con atención y cuidado) dijo aquí que no merece la pena "perder el tiempo" leyendo a Penelope Fitzgerald.
Y entonces solté unos tacos de esos que rompen crucifijos.
Porque hay cosas que no se perdonan. Y van dos.
En fin, a lo nuestro. Los esclavos de la soledad, 1947, posguerra en Inglaterra, autor famoso en su tiempo, alcohólico, desfigurado en un accidente, misántropo, etcétera. Su vida está en wikipedia, sin desperdicio.
Los esclavos de la soledad, pues: una mujer en el peor de los momentos.
Miss Roach no está casada, frisa los cuarenta, se considera moderadamente fina y se ve condenada a vivir en un infierno de provincias, Thames Lockdon, ni demasiado cerca ni demasiado lejos de Londres, que está allí, en el horizonte, como una amenaza.
London, the crouching monster, like every other monster has to breathe, and breathe it does in its own obscure, malignant way.
Pero ni Londres ni leches. La vida ha llevado a Miss Roach a una pensión en Thames Lockdon, y no parece querer darle un respiro. El mundo de Miss Roach, que antes tenía un horizonte pequeño pero suficiente, desaparece literalmente en la oscuridad: es la guerra, y el blackout impone que las noches sean negras. Miss Roach sólo ve la pensión asquerosa con su comedor, su escalerita, su descansillo, sus ruidos y sus olores. Fuera, la nada, lo negro, la boca del lobo.
Cuando Miss Roach sale de casa sólo ve lo que ilumina su linterna: un circulito de suelo, camino del pub.
Y así pasan los días en la pensión, llena de personajes-arquetipo (el viejo repugnante, la digna pusilánime, la tacaña) que le recuerdan a Miss Roach cuál es su papel: el de SOLTERONA.
Una solterona en provincias durante la guerra es un drama cotidiano y sordo, un dolor de baja intensidad. Patrick Hamilton mira su obra y dice: echemos aceite al fuego.
Así que entra en escena el teniente americano. Juerga, alegría, juventud, cine juntos y besos de los de verdad. La vida son dos días y Miss Roach, al fin y al cabo, no es una estrecha. No en vano ella trabaja en una editorial en Londres. Y ya se sabe.
Pero dice el refrán que poco dura la alegría en la casa del pobre. Una amiga desvalida, una mosquita muerta, una alemana fresca, una rubia, una víbora, una zorra entra en escena. Se llama Vicki Kugelmann y aparece como quien no quiere la cosa: no tengo donde quedarme pero me apaño en cualquier sitio.
Ya. Seguro.
Y entonces empieza de verdad la novela, que no trata de un triángulo amoroso sino de la hostia que le da la vida a Miss Roach por creerse una persona y no ser más que un personaje: la SOLTERONA.
But was she, after all, an "English Miss" of sorts?...Was she (she must translate these odious epithets into dignified English) insular, too correct, puritanical, inhibited; one who by her lack of vitality, or lack of grace, spoiled the carefree pleasure of others) .
Yes, she is. Sus celos son miserables, su ira una pataleta y su quebranto un berrinche. Quiere matar y ni grita. Y a la mañana siguiente, más de lo mismo. El descansillo, la taza, el plato y el ruido de sus compañeros de pensión, que mascan el desayuno.
Y así sigue la vida en esta novela: gris, repetitiva y asfixiada. Cada día el clavo se hunde un milímetro más, sin terminar de matar.
Tres son, en mi opinión, los grandes aciertos de esta novela:
Un narrador omnisciente y despectivo, que establece la distancia adecuada para que la historia se perciba como un drama protagonizado por arquetipos. Bien, nos dice, vamos a ver el mundo y sus habitantes, que son hormigas, nada más. Pero hormigas ridículas.
El estilo. En relación directa con el punto anterior, la voz del narrador es al mismo tiempo explicativa, neutra y paternalista, como si quisiera remedar al estilo de las crónicas del s. XIX:
Though the Rosamund Tea Rooms was, as regards bedroom accommodation, full up, there was still plenty of space in the dining-room, and Mrs. Payne, whose love of gain over-rode all other considerations, did not hesitate, when the occasion arose, to inflict her regular guests with the company of strangers at meals.
La distancia emocional que la suma de los dos puntos anteriores impone. Pues este libro no se lee como un drama a la manera clásica. La señorita Roach, como el resto de personajes, es mezquina y está retratada sin piedad, de frente. Y a una mezquina no se la compadece.
O tal vez sí. Pues a medida que la trama avanza hacia un final magnífico, se hace más sólida la negra, negra idea que vertebra esta novela: que las vidas de estos esclavos de la soledad no están empequeñecidas por la guerra, aunque ellos lo crean. Son así: nunca llegarán a más.
Apagad las luces, cerrad las cortinas. A llorar.
Fotografías de David E. Scherman