
Hay un cierto relato agradecido a la bondad misma de la literatura. Consiste en la creación de un universo, en la forja de un territorio primigenio en la que se desplazan, un poco a ciegas y un poco a golpes, los personajes. Así debió ser el principio de los tiempos: una historia de las luces y de las sombras, escrita con vehemencia, sorteando a su paso los inconvenientes del rigor de ese mundo recién abierto. Esa es una de las razones por las que no he dejado de ver ninguna de las cuatro temporadas de The Walking Dead. Hay otras, que apelan más a lo estrictamente visual, pero es la condición humana la que respira en toda la trama, la épica del hombre observado mientras construye su futuro. Porque los zombis, desde tiempos de George A. Romero, el padre espiritual del género, son marcadores de un estado de las cosas, incluso un estado huidizo de las cosas, inestable, frágil, lindando con el fracaso o instalado convincentemente en él. No hay otro género que convide tanto al espectáculo mitológico. Uno se imagina que el primer día del mundo vino con caminantes y con humanos y que la batalla consistía en que solo quedara un grupo al final del séptimo. No importan las razones del apocalipsis. De hecho nunca importan. En este sentido, no hay en The Walking Dead un fondo de índole religiosa, aunque tengan a veces a mano sus biblias y arguyan que Dios quiso las cosas así o que Dios pondrá todo en su sitio. No es un relato providente en el sentido evangélico del término. Los showrunners del tinglado buscan acción y buscan mesura. Los últimos episodios de la cuarta temporada son maravillosos en ese aspecto: extraen el aliciente dramático sin menoscabar la sencilla rendición bélica. A veces se cansa uno, es cierto. Me dejó el final de la entrega dolido. Suele pasar con todo a lo que uno se afilia, con lo que se vincula. No está bien (nunca lo estuvo) esperar a octubre para ver el desenlace o, qué sabemos, un avance de algún desenlace posterior. Siempre duele la quinta temporada.
