Baltimore y sus esquinas donde se vende droga. Baltimore y su zona portuaria donde se trafica. Baltimore y su comisaría donde no hay medios ni sitio ni condiciones (ni, a veces, ganas) para luchar contra tanto crimen. Baltimore y las corruptelas de los políticos municipales cuando llegan elecciones. Baltimore y su periódico local. Baltimore y sus escuelas públicas donde nadie llama a casa cuando los chicos problemáticos no acuden a clase. Baltimore y su elevado porcentaje de población de color para que los políticos sean casi todos blancos.
De eso habla ‘The Wire’. Pausadamente, sin sobresaltos, vas viendo qué pasa en una ciudad que tuvo una industria floreciente y un puerto dinámico y, ahora, ya no.
¿Y cómo puede uno hablar de tantas cosas, algunas, a priori, poco estimulantes, poco propias de esas antiguas series, estilo Miami Vice, donde siempre había tiros y persecuciones y tramas autoconclusivas? Cuando a veces parece que en un capítulo apenas haya pasado nada.
Pero es que, igual que en ciertas canciones, el silencio dice mucho, la inacción forma parte de la acción. No es fácil convencer a nadie de que se meta entre pecho y espalda más de 50 horas de serie de TV. Es decir: más de 25 películas. Si a veces uno tiene una película y no ve el momento de verla. Pues imagina 25 películas.
Encima los de The Wire decidieron, casi premeditadamente, no ponerlo fácil. De hecho, David Simon, su principal factótum, dijo: “Que se joda el espectador medio”.
Menudo panorama entonces, para mí, que podría saldar la recomendación, la entusiasta recomendación de que todo Dios vea esta excelente serie, con una frase parecida, quedaría como un maleducado la mar de cool, pero eso no va conmigo. Porque Simon soltó la frase, supongo, a raíz de presiones de mercados y audiencia, pero también consciente de que la serie que estaba produciendo iba a marcar un hito en lo que a calidad e influencia se refiere. O sea, consciente de que tenía algo que pudiese respaldar tanta chulería.
Pues lo cierto es que no merece la pena ver la serie si no te vas a esforzar algo por ella. Sabes, entonces te pones a ver ‘Aída’, o alguna cosa así: unas risitas, el cerebro al ralentí, qué tontos son los pobres, qué chorradas dice el facha y a dormir, que mañana es lunes.
En ‘The Wire’ vas a encontrarte personajes que son de todo menos binarios. Un policía metido en pleno divorcio con serios problemas con el alcohol. Que un día hace que sus hijos se pongan a perseguir a un traficante para que no sospeche, y le digan donde va.
Ese traficante toma clases de económicas para mejorar la gestión del negocio. Traiciona a su capo, que a la vez ha dado orden de que maten a su propio sobrino en la cárcel.
Otro policía tiene la feliz idea de permitir que se trafique con droga en un sector determinado de la ciudad, para hacer que las estadísticas de crímenes mejoren en los otros sectores. Porque los políticos presionan para que esos datos no les jodan reelecciones. Ese policía acaba asesorando a educadores que sueñan con apartar a los delincuentes de la calle: uno de ellos está a punto de comerse la estilográfica con la que escribe, en una entrevista en la cárcel con un pendenciero.
Otro policía acaba en una escuela intentando lo mismo: salvar a adolescentes del infierno de las calles. Un delincuente sale de la cárcel y monta un gimnasio con la misma finalidad. Un choricillo del puerto pega un pelotazo de poca monta y se compra un espantoso abrigo de piel que pega el cante por todos los lados. Un delincuente, ya no de tan poca monta, le exige un pago: “yo no cobro el jueves, tú mueres el viernes”. Una delincuente compra una enorme pistola de esas de clavos, en una ferretería. El dependiente la atiende como si fuese para trabajos de carpintería. Pues no.
Claro que hay tiros y claro que hay sexo.
Y eso que no he hablado de Omar Little. Va, haced un esfuerzo y buscad sobre Omar Little, a ver por qué Barack Obama dijo que era su personaje favorito de la serie y llegó a mencionarlo en discursos durante la campaña que le llevó al poder.