Revista Libros
Thomas Wolfe. Cuentos. Traducción de Amalia Pérez de Villar.Páginas de Espuma. Madrid, 2020.
Aquí está la Plaza que nunca cambia -pensó Robert-, aquí está Robert que tiene casi doce años y aquí está el Tiempo. Así se lo parecía a él: pequeño centro de su universo diminuto, accidental construcción de piedra que tardó veinte años, conglomerado azaroso del tiempo y los afanes interrumpidos, para él era el eje sobre el que pivotaba la tierra, el núcleo de granito de la inmutabilidad, la Plaza eterna a la que todas las cosas llegaban, por donde todas pasaban, la Plaza, que resistiría eternamente y que nunca cambiaría.
Esas líneas pertenecen a El muchacho perdido, una espléndida novela corta del narrador norteamericano Thomas Wolfe (1900-1938), a quien no se debe confundir con el Tom Wolfe que escribió La hoguera de las vanidades.
Es uno de los cincuenta y ocho relatos que Páginas de Espuma reúne por primera vez en español con traducción de Amalia Pérez de Villar. En El muchacho perdido, que es también uno de sus relatos más conocidos, Wolfe proyecta una profunda mirada elegiaca a la infancia a través de las cuatro voces y los cuatro momentos con los que se aborda la búsqueda del hermano muerto. Aparecen en ese texto algunas de las claves temáticas de la narrativa de Wolfe: el paso del tiempo, la soledad o las pérdidas.
También en torno al número cuatro se organiza La muerte, ese hermano orgulloso, cuyo eje son cuatro muertes absurdas y anónimas en Nueva York. Una desolada aproximación a la precariedad de la vida y una bajada a los infiernos que comienza así:
Tres veces ya había visto la cara a la muerte en la ciudad, y aquella primavera iba a ser la siguiente. Una noche, una de esas noches caleidoscópicas de locura, borrachera y furia que conocí aquel año, mientras merodeaba por la enorme calle oscura, de luz en luz, de la medianoche a la mañana, cuando el mundo entero daba vueltas a mi alrededor con su danza gigantesca y demenciada... vi morir a un hombre en el metro.
El número cuatro y la muerte reaparecen en Sólo los muertos conocen Brooklyn, con sus cuatro personajes en diálogo, y en No hay puerta, una estupenda novela corta organizada en cuatro partes que responden a cuatro momentos de enorme intensidad emocional y lírica sobre la memoria y la identidad, sobre la presencia del pasado en el presente.
En un juicio “tan generoso como dudoso”, al decir de Harold Bloom, Faulkner lo calificó en 1958 como el mejor novelista norteamericano del siglo XX. En todo caso es un narrador irrepetible cuya muerte prematura a los 37 años no impidió que se le reconociera como uno de los narradores más importantes de la generación perdida de Faulkner, Steinbeck, Scott Fitzgerald, Dos Passos o Hemingway. En la generación siguiente, Jack Kerouac, en quien ejerció una notable influencia, decía que aspiraba a escribir alguna vez un relato con la altura literaria y la fuerza poética de El muchacho perdido.
Con el telón de fondo de una América rural o urbana y una escritura desbordante, con una base fundamentalmente autobiográfica, su narrativa se mueve entre la nostalgia y el desarraigo, entre el lirismo y una profundidad vertiginosa que le convierten en un lúcido espectador de la América anterior a la Gran Depresión y de una Europa a la que viajó en seis ocasiones y en la que ambientó algunos relatos, como En lo oscuro del bosque, extraño como el tiempo.
A su personalidad y a sus circunstancias biográficas se aproximó la película El editor de libros, que dirigió Michael Grandage en 2016 sobre un guión basado en uno de sus relatos, El Viejo Rivers.
De esas circunstancias decisivas en la narrativa de Thomas Wolfe habla Amelia Pérez de Villar en su prólogo, donde señala que “todos los detalles que he incluido en este resumen biográfico se encuentran en los cuentos que van a continuación, algunos de ellos varias veces, dado que se ofrecen desde distintos puntos de vista, lugares o momentos.”
De su capacidad de observación, de su mirada al paisaje y su prosa desbordante dan ejemplo descripciones como esta, que se lee en No hay puerta. Una historia sobre el tiempo y el viajero:
Camina la tarántula por el roble podrido, la víbora sisea contra el pecho y caen los cálices. Pero la tierra vivirá para siempre. Las flores del amor viven en lo salvaje, y la raíz del olmo se entrelaza con los huesos de los amantes enterrados.
La lengua muerta se marchita y el corazón muerto se pudre; las bocas ciegas se arrastran como insectos por túneles que excavan en la carne enterrada, pero la tierra vivirá para siempre. El vello crece como abril en el pecho enterrado y de las cuencas del cerebro brotarán las flores de la muerte y no se agostarán.
Santos Domínguez