Revista Historia
La revolución industrial inventó el reloj y con este, la estratificación de la vida individual en capas temporales en función de roles y tareas asignados socialmente. En un remoto pasado, el transcurrir de los días se medía, por el contrario, a través de signos naturales manifiestos en forma de secuencias regulares. El labriego se retiraba de su dura faena cuando el sol caía bajo el horizonte. La vejez se definía por las arrugas y la convexidad de la espalda. La naturaleza testeaba infaliblemente el paso del tiempo. Nacíamos, trabajábamos, dejábamos simiente y, a modo de epílogo, dábamos con nuestros huesos cansados bajo la tierra. El ser humano premoderno estaba en íntima simbiosis con sus biorritmos; era su fiel esclavo. Lo que Dios te da, Dios tarde o temprano te lo quita. Esta era la única enseñanza posible: aceptar resignado el orden natural, agradecido por el milagro de sus dones y paciente ante la fatal adversidad.
La modernidad transmutó de un tajo esta concepción del tiempo personal, desnaturalizando su esencia en favor del progreso de la especie y dotándola de un carácter social. La alegoría recurrente de este giro copernicano es, sin lugar a dudas, el reloj. Aunque existe constancia del uso de relojes en el mundo antiguo -las famosas clepsidras egipcias o grecolatinas-, su inserción como sistema de medición del tiempo dentro de la estructura social solo adquiere una dimensión ontológica y determinante con el advenimiento de la era moderna. Una de las primeras manifestaciones del control del tiempo en un contexto laboral es el uso de la campana en los monasterios medievales, recurrente tanto para avisar del comienzo de los oficios como para finiquitar la jornada de trabajo. Sin embargo, ninguno de estos sistemas de medición poseían suficiente precisión como para pulsar con fidelidad las demandas de un mundo emergente en el que todo debía ser medido, cuantificado con exactitud.
La aparición del mecanicismo como modelo de investigación científica acabó afectando de manera directa a la aparición de un nuevo tipo de reloj, similar al que conocemos hoy en día. Desde entonces, el tiempo adquiriría una dimensión matemática, analítica. Segundos, minutos y horas resumirían la nueva semántica de la era moderna. Cualquier actividad social sería cuantificada en función de este sistema de medición temporal, sometiéndonos a todos a su ortodoxa religión. El tiempo humano arrancaría de cuajo la relación directa que el ser humano poseía con la naturaleza. El labriego ya no se levantaría para trabajar con las primeras luces de la mañana, sino en función de un horario asignado convencionalmente. El horario es la gramática del mundo moderno y la agenda, su archivo literario; retrasarse o ser puntual, su código moral. Este nuevo modelo de medición encajaría a la perfección con el capitalismo, que evalúa la efectividad a través de un rendimiento cuantificable.
Pero la medición moderna del tiempo no afecta tan solo a las relaciones laborales; también moldea nuestra percepción del tiempo biológico. La psicología, auspiciada por la modernidad, estratifica la vida humana en fases o etapas evolutivas, cada una de ellas sujeta en un conjunto de demandas sociales específicas. Así, la sociedad espera de cada individuo actitudes, conductas y acciones propias de su escala temporal, útiles para el bienestar colectivo. Tiempo para nacer, tiempo para morir. Cada edad tiene su afán. Venimos al mundo bajo prescripción médica, somos criados por nuestros padres para lograr en un futuro ser un adulto similar a ellos; vamos al colegio, pasamos curso en función de un sistema de cuantificación de un rendimiento académico que discriminará con los años si serás panadero, médico o parado. 6 años de educación primaria, 4 de secundaria. A los 16 puedes dejar los estudios; a los 18 años, la estructura social te considera ya un adulto autónomo, con capacidad legal para diferenciar entre el bien y el mal. Es hora de trabajar, de fichar, cobrar y cotizar. Y a los 60, 65, cuando estime oportuno el sistema, podrás concluir tu biografía laboral y retirarte como pensionista, jubilado, solazándote en las costas u observando pasar el tiempo. Años más tarde morirás; la estadística te clasificará con el fin de regular los sistemas de pensiones, la atención sanitaria o determinar objetivamente un modelo optimizado de calidad de vida. Y vuelta a empezar: nace, vive y muere, pero hazlo al ritmo del tic tac.
La modernidad evita en lo posible que cada individuo sea tan solo un ser humano, nada más, ajeno a la dictadura del tiempo. De una manera u otra acabas a lo largo de tu existencia formando parte de una estadística, de un estrato económico, de un sector cultural que te convertirá en potencial consumidor de uno u otro estilo de vida. Somos complementos circunstanciales, ingredientes de un plato cocido a fuego lento por un cocinero implacable. Por esta razón, el ser humano moderno tenemos en tan alta estima el tiempo libre, el ocio, como una fugaz retención del tiempo, sin agenda ni horarios, donde recobrar a modo de juego aquel tiempo en el que solo éramos animales, azotados por el viento.
Ramón Besonías Román