Todos los días, en todos los lugares, atado a la muñeca, colgado en la pared; cotidiano habitante de las calles. Universal e infinito recordatorio, siempre encerrado; como si así pudiéramos detener su paso o predecir su devenir. Esclavos por voluntad, incansables caminantes de sus dos manecillas.
Tiempo, solo eso. Así se escribe y se lee, pero se vive y se muere marcado por cada minuto de sus sesenta silenciosos pasos. Mucho más que un segundo, él es todos los momentos -pasados y presentes- detenidos en nuestra memoria, latiendo en nuestros corazones.
Tiempo, eso y más, es lo que deberíamos escribir y leer por ser el protagonista de todo. Qué sería de nosotros sin él y de él sin nosotros, tan dependientes uno del otro.
Seguramente han escuchado la nombrada frase “hay más tiempo que vida”, y sin embargo somos tan poco agradecidos que siempre reclamamos la falta de él. Nunca nos alcanza, nunca es suficiente. Somos tan indecisos que a veces pedimos que pase rápidamente, otras tantas quisiéramos detenerlo.
Quién fuera dueño del tiempo perfecto, ese listo para disfrutarse con la inconsciencia de la edad, con la buenaventura del futuro, con la sorpresa del mañana. Ese para recordarse siempre, sin pausas o vacíos, sin necesidad de una fotografía, una carta o un libro.
¿Tiempo, solo eso? Me pregunto cada vez que el amor se va llevándose sus sonrisas tan mías. Cada vez que se despide la tarde dejando pasar a la noches de luna con todas sus estrellas. En cada cumpleaños que mis ojos festejan viendo crecer a mis hijas, y haciéndome el regalo de una arruga más. Y qué decir de cada víspera de Navidad o cada día primero del año. Tantos regalos, tantos momentos, tantos días y para todos los que entendemos lo bonito que es sentirse vivos… tan poco tiempo.
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