
Por Angelina Uzín Olleros
El pasado no puede ser transformado, no se debe pensar en “que hubiese ocurrido si...” Sin embargo, esto no impide que el sujeto pueda pensar otro futuro. Un futuro en el que su testimonio ayuda a conocer los sucesos de una “estancia” en el campo de exterminio, un porvenir en el que ya no es una víctima o ha dejado de serlo.
Ahora bien, si el pasado no puede modificarse, el pasado que registra el horror tampoco debe ser olvidado; ni el terror, indultado. Existen grupos que proponen la necesidad del perdón y el camino a la reconciliación, confunden “indemnización” con “reparación”; en la misma dirección las políticas del olvido argumentan la necesidad de no-recordar los males del pasado para lograr la “pacificación” de la sociedad. El indulto es el perdón absoluto otorgado a la pena ya impuesta, es una facultad otorgada al Poder Ejecutivo Nacional por medio del sistema constitucional argentino. En el caso argentino los indultos necesitan realizar una operación semiótica que transforma a los “subversivos” o “extremistas” en otra subjetividad, hoy reemplazados por los terroristas; el terrorismo es un concepto necesario para justificar la planetarización de la doctrina de seguridad según el jurista Raúl Eugenio Zaffaroni.


Para estos sectores ultra conservadores la democracia no alcanza para ordenar la sociedad, los conflictos que aparecieron a partir del año 2001 en Argentina renuevan posiciones conservadoras que reclaman castigo a los responsables, son nuevas versiones subjetivadas de la víctima. Ahora la víctima es el ciudadano que paga impuestos y se encuentra amenazado por la inseguridad. En las sucesivas rupturas en esta historia reciente que comprende cuatro décadas, existe una lógica de continuidad en los argumentos y los procedimientos, la presentación global de la víctima, hace de todos nosotros víctimas potenciales o en acto; en el lugar de la víctima se construye el no-lugar del ciudadano, el no-lugar del militante, el no-lugar de la materialidad del discurso; lo nuevo ya es viejo, bajo otro rostro la repetición hace al olvido, la presencia queda en ausencia.



La falta de discernimiento conduce al malentendido, a situar agentes y sujetos, que provienen de diferentes campos de lucha y resistencia, a un mismo plano. Claro ejemplo es la denominada teoría de los demonios que ha sido resignificada en Argentina con la oposición de sectores conservadores a la anulación de los indultos.
Pero el propósito aquí, no es el de remarcar el sinsentido de la crueldad y lo inabordable del gesto violento; el propósito es el de reivindicar esta capacidad de discernimiento para no situar en un mismo plano lo que pertenece a ámbitos diferentes. ¿Quiénes ejercen la violencia?, ¿en nombre de qué?, ¿qué contexto de justificación necesita alguien para ejercer la violencia? Desde la opinión, sin fundamento, se equiparan las violencias y se justifica la ausencia de ley. Pero también se intenta justificar racionalmente la utilización de la violencia o, en otro plano, la necesidad de indultar o poner “punto final” a los juzgamientos.

A partir de la derogación de las leyes de impunidad y los indultos, una parte de la sociedad argentina cuestionaba esto sin poder discernir los tipos de violencia que se ejercieron en décadas anteriores. Planteando una “mismidad” entre las víctimas del “terrorismo” y la “subversión” con las víctimas del terrorismo de estado. Denunciando que no se hizo justicia con las víctimas de los atentados en manos de grupos guerrilleros; en esta operación se involucraron nuevos sectores como comunicadores sociales e intelectuales de diferentes procedencias ideológicas.
Ese debate que se ha fortalecido en los últimos años en Argentina también es utilizado para argumentar acerca de la “crispación” e inestabilidad social que provoca la apertura de los juicios a los responsables de la desaparición forzada (que también son responsables de la apropiación de niños, de las torturas y los exilios).
Lo acontecido entre 1976 y 1983 tuvo sus “condiciones de posibilidad” en la historia previa, la violencia ejercida desde el Estado tiene también su genealogía. No es una violencia que aparece en un “vacío fundador”; su fundamento, sus bases están en gran medida en el Siglo XIX y en el siglo XX expresadas en el exterminio a los pueblos originarios; cárcel a los militantes políticos, persecución a los sindicalistas.

La sociedad que, como el mismo desaparecido, sabe y no sabe, funciona como caja de resonancia del poder concentracionario y desaparecedor, que permite la circulación de los sonidos y ecos de este poder pero, al mismo tiempo, es su destinataria privilegiada. El campo de concentración, por su cercanía física, por estar de hecho en medio de la sociedad, ‘del otro lado de la pared’, sólo puede existir en medio de una sociedad que elige no ver, por su propia impotencia, una sociedad ‘desaparecida’, tan anonadada como los secuestrados mismos.

Angelina Uzín Olleros - Dra. Ciencias Sociales y Coordinadora Académica Maestría en Género y Derechos/UNGS/UADER.
