A primera hora acompaño al celador a recoger al primer niño del parte. Antes de llevarlo a quirófano me cercioro de que todo está bien: no tiene fiebre, ni tos, ni más mocos de los habituales. El pobre está asustado y muerto de sed, del hambre que tiene aún no se ha dado cuenta. Los padres están nerviosos aunque, por el bien del crío, intentan disimularlo.
En el antequirófano reviso la historia más a fondo. En la analítica me llaman la atención los tiempos de coagulación. Al anestesista le sucedió lo mismo y lo remitió al hematólogo que le repitió el estudio. Algunos factores están al límite pero, en opinión del hematólogo, eso no aumenta el riesgo de sangrado. Supongo que cuando uno está habituado a ver pacientes anticoagulados y discrasias sanguíneas, una alteración tan leve no le parece preocupante.
Aún así a los cirujanos nos gustan las analíticas lo más perfectas posibles. Hablo con la madre. Indago un poco más. En sus 4 años de historia no hay antecedentes de hemorragias ni hematomas. Se puede proceder.
El chiquillo entra en el quirófano distraído por la enfermera que le tatúa un reloj y un muñeco en las pegatinas de los brazos que cubren la pomada anestésica. Se duerme sin problemas, y sin protestar. Todo está listo para operar.
Le legro las adenoides que salen en bloque. Lo repaso para no dejar restos. La sangre es más líquida de lo habitual, no es buena señal. Pongo el taponamiento y se empapa al momento. Con el primero suele suceder. Lo cambio por otro antes de irme a mirar los oídos. Los tiene tan llenos de moco que uno de ellos es de color azul oscuro, como una vena. Da un poco de respeto pincharlo, ¿y si no es moco sino una yugular procidente? Incido el tímpano con mucho cuidado, se diría que poco más que lo araño. Aspiro, compruebo que es moco y el tímpano recupera su color normal después de limpiarlo.
Regreso a la boca. Está llena de sangre. Retiro el taponamiento y pongo uno con adrenalina diluida. Le pido a la anestesista que le inyecte un poco de traxenámico con la intención de mejorarle la coagulación. Espero y espero. Suele ser cuestión de tiempo.
Mancha más de la cuenta. Pongo un nuevo tapón y le doy más tiempo. Sigo las manecillas del reloj colgado en la pared del quirófano. Al cabo de un rato parece que va mejor. Quizás con un poco más de paciencia...
Otro tapón y unos cuantos minutos más. La medicación ya le ha pasado y los últimos 10 minutos también. Cruzo los dedos antes de quitar la gasa. La faringe está limpia, no gotea. Se puede despertar.
El anestesista lo despierta despacio. En el aspirador aparece algo de sangre. Antes de retirar el tubo miro el interior de la boca. Ha hecho un pocillo de sangre al fondo. No es buena idea sacarle así, va a sangrar, mejor dicho, ya está sangrando. No queda más remedio que taponarle y dejarle taponado e intubado. Avisamos a Reanimación, se tendrá que quedar allí dormido hasta el día siguiente. También llamo al hematólogo para contarle lo sucedido. Conviene solucionar el problema de la coagulación antes de retirar el taponamiento.
Salgo a hablar con los padres. Es duro. El primer choque es terrible, no oyen que el niño está bien, que es lo primero que les digo, sólo entienden que ha sangrado. Resulta difícil explicárselo sin que se asusten. No les sirve de consuelo el que se trate de una situación excepcional, le ha tocado a su hijo y eso es lo que les importa. Les acompaño a Reanimación para que lo vean, es lo que necesitan para tranquilizarse. Aunque esté dormido, está bien y les permiten quedarse a su lado. Tengo que seguir con el parte, concentrarme en los casos que aún me quedan por operar, después de lo sucedido, cuesta. Entre una cirugía y otra, me acerco a visitarles para seguir su evolución. ¡Pobres!, las horas se les van a hacer eternas.