Bebé Gigante tiene un reloj de muñeca que se lo pone siempre que (se acuerda) cuando salimos a pasear. Conoce los números a la perfección y sabe que hay unas agujitas que se mueven. Lo mira cual si fuera un marqués venido a menos con gran interés y orgullo. Pero lo cierto es que es un reloj un poco raro, pues a la pregunta ¿qué hora es? siempre nos responde las seis y media.Ciertamente, los niños tardan mucho tiempo en ser conscientes de la hora exacta en la que viven. Primero aprendieron la diferencia entre día y noche; fácil. La luz y la oscuridad se lo enseñaron empíricamente. Más tarde empezaron a conocer los nombres de los días de la semana con cancioncillas y luego distinguiendo los fines de semana porque, básicamente, no vamos al tole.
Los grandes tiempos del día en los que las comidas y las actividades marcan las rutinas, también los alcanzan a asimilar más bien pronto. Pero los tiempos cortos, sobretodo aquellos que incluyen alguna actividad que se debe realizar en un breve periodo de tiempo creo que aun tardarán un tiempo en entenderlos.Las mañanas en casa son de locos. Mientras Bebé Gigante no se quiere vestir solo pues aun estamos en una fase regresiva en la que no quiere ser mayor, Pequeña Foquita se empeña en vertirse ella culeta poniéndose el pantalón por la cabeza o lo que es peor, en vestir a su hermano. Mientras yo miro el reloj 200 veces, un reloj que en esas horas críticas se empeña en acelerar peligrosamente.O cuando se han de bañar por la noche que no quieren porque aun están jugando y cuando consigo meterlos en la bañera deciden que el remojo les encanta y terminan saliendo arrugados cual viejetes.
En esos y otros momentos en los que el cronómetro no se para me desespero sobremanera. Pero reconozco que les entiendo. Sobretodo cuando recuerdo mi infancia y me veo a mí misma, como si fuera ayer, sentada encima de la cama con la mirada perdida, muerta de sueño, el uniforme ahí tirado, mientras mi madre, desesperada, pasaba una y otra vez recordándome, cada vez en un tono más impaciente, que me tenía que vestir para ir la colegio.
Hemos introducido a nuestros hijos en un mundo de locos en el que todo lo tenemos que hacer corre que te corre cuando para ellos todo es una experiencia que deben experimentar a su ritmo. Cuando pienso en mi infancia y en un mundo en el que el tiempo prácticamente se detenía y todo era más pausado, reconozco que me gustaría que mis hijos no perdieran esa sensación hasta dentro de mucho mucho tiempo. Aunque yo termine desquiciada en el intento. Será por una muy buena causa.
