Tiene su aquel que haya grandes superficies comerciales que ahora descubran que la forma de salir a flote sea montando tiendas de barrio. Durante muchos años, en este país, apenas supimos de la existencia de esos hipermercados por las series americanas que veíamos en televisión. Nosotros nos conformábamos con bajar a la tienda de la esquina, que el propietario nos llamara por nuestro nombre, coger esto y aquello y volvernos para casa tan campantes. Así fue durante tanto tiempo en la España que nos tocó vivir a algunos.
Momentos inolvidables de mi infancia han estado ligados a una tienda de comestibles. No obstante, soy nieto de tendero. En mi pueblo las había que, incluso, realizaban la tradicional matanza del cerdo, cuyos embutidos sabían como nunca he vuelto a degustar desde entonces. Luego la normativa sanitaria las prohibió, como tantas otras cosas que se fueron con la excusa del progreso.
La irrupción de las macro superficies acabó con las tiendas de barrio. Las que sobrevivieron, pueden considerarse heroicas. Se nos dijo que éstas deberían buscar la especialización y olvidarse de que había que vender de todo, como antaño, pues para eso ya estaban los grandes. Esos colmados fueron desapareciendo por inanición de su clientela, que los fue abandonando hasta caer en las garras de un desaforado consumismo al que se nos invitaba con machacona insistencia. Ahora, las mentes preclaras, ante la crisis, buscan en la cercanía a la gente la fórmula para corregir su cuenta de resultados. Es como acordarse de Santa Bárbara cuando truena.