Más de la mitad del mercado español de la distribución de alimentación está en manos de seis grandes cadenas. Lo leí en elmundo.es hace unas semanas, donde también encontré un reportaje en el que se hablaba sobre la muerte del mercado de barrio devorado por las cadenas de supermercados. Es algo que ocurre desde hace años en los centros de las grandes y pequeñas ciudades, en las que el paisaje de las calles ha ido cambiando tanto que resulta difícil recordar los lugares que uno frecuentaba de niño, cuando iba a hacer los recados.
Mi barrio no ha escapado a ese fenómeno, que lo ha despoblado de los comercios de toda la vida y lo ha llenado de los llamados “chinos”, donde se puede encontrar casi cualquier cosa a cualquier hora, y de tiendas de compra y venta de artículos de segunda mano. En una sola calle se concentran hasta nueve comercios de esos dos tipos, en locales que antes eran otras tiendas pero también en otros que siempre, desde que me acuerdo, estuvieron cerrados a cal y canto sin que nadie viera en ellos una oportunidad comercial.
Foto de Fran Pallero. Diario de Avisos
A mí me gusta comprar en mi barrio. Es verdad que no siempre hay de todo, que los horarios no son los que más se ajustan a mis necesidades, que no hacen ofertas a no ser que estén en liquidación, que no me dan cupones descuento y que no me facilitan el aparcamiento. Tampoco tienen servicio a domicilio, no me han dado todavía una sola tarjeta de fidelización, no traen los últimos productos que anuncian en la tele, no me hacen llegar atractivos folletos que yo pueda poner luego como base de la bolsa de basura, no tienen los mejores precios y, desde luego, no tienen un servicio de atención al cliente, ni siquiera un teléfono al que poder llamar para poner una queja.
¿Que si me compensa? Absolutamente, sí. Me vale para explicarlo la tienda en la que compro la fruta y la verdura desde hace más de once años. Es una venta en la que te hacen la cuenta a mano, que no tiene cartel ni nombre pero sus propietarios, sí. Se llaman Juan y Reyes y ellos también se saben mi nombre. Se alegran sinceramente de verme aparecer por la puerta, los llamo por teléfono y me toman nota de la compra, que luego me preparan en una cajita para que yo solo tenga que pasar a recogerla. Si voy muy cargada, me ayudan a acercar la compra al coche y si hay que sacar la carretilla y acompañarme a casa caminando, no lo tengo que pedir.
Puedo ir a comprar sin dinero porque me lo apuntan para que lo pague otro día (no hay mejor tarjeta de fidelización que esa), me dejan probar las mandarinas para que compruebe que están como a mí me gustan, saben que me encantan las mangas y me las guardan si se están acabando y saben también que me gustan más los plátanos pequeños que los grandes.
Si hay algo que no les he pedido me lo incluyen en la compra sin preguntarme porque suponen que fue un despiste, mis hijos se llevan muchas veces una golosina o una fruta de regalo y en Navidad me obsequian con una bolsa de higos pasados, que le chiflan a mi padre, y una lata de galletas o una botella de vino. Los aprecio y sé que ellos también a nosotros.
Podría extrapolar este ejemplo a las dos farmacias, la papelería, la cafetería de Walter, la pescadería, el ’24 horas’, la peluquería… Con el señor chino de la tienda no he conseguido más allá de un hola y un gracias en los más de dos años que lleva en el barrio pero el otro día les regaló un chicle a mis hijos y créanme que yo valoro más ese gesto que la segunda unidad al 70% de Carrefour.
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