Revista Salud y Bienestar
En mi columna del Huffpost de esta semana reflexiono sobre el futuro del derecho a la salud. Algo complejo cuando vemos que los sistemas sanitarios públicos menguan y los seguros privados crecen mientras la percepción de malestar (enfermedad) no deja de aumentar.
El futuro del derecho a la salud.
Los enfermos necesitan profesionales sanitarios calibrados, atentos y compasivos. Estos a su vez precisan ser capaces de ejercer su servicio de la manera más afinada posible.
El choque de trenes se produce cuando la expectativa del enfermo pone en la mano del profesional soluciones a sus problemas que no son delegables por ser de ámbito estrictamente personal. O bien el profesional trata de dar lo mejor de sí pero no puede por problemas personales, falta de equilibrio interno o sobrecarga de su puesto de trabajo.
No es fácil dar respuesta a una situación que, si bien es más frecuente de lo que imaginamos, tiene una solución complicada mientras no miremos todos en la dirección correcta. Los dedos suelen señalar el presupuesto deficitario o menguante, las políticas ineficientes o los diseños organizacionales obsoletos. No está mal, todas esas cosas han de mejorarse. Pero hay que dar un paso más para comprender en profundidad el asunto. La sociedad sufre un proceso de adaptación brutal en el que tiene que asumir cambios en una proporción e intensidad jamás vistos en lo que conocemos de la historia. La antropología y la cosmología se desdibujan mientras esperamos la irrupción de algo nuevo que no sabemos todavía bien qué es.
Pero seguimos sufriendo y enfermando. Las soluciones que nos ofrece la tecnología son aun muy parciales. Como primates que somos seguimos pidiendo que alguien nos sostenga la mano al enfermar y al morir y eso no lo hacen ni lo harán nunca los chatbots, APPs ni programas de inteligencia artificial.
Los sanitarios por su lado también sufren desconcierto ante campos de conocimiento que se expanden a una velocidad que ningún humano puede seguir. Los especialistas son empujados a disminuir todavía más su campo de trabajo. Los generalistas comprueban que lo que antes valía ya no vale y no es nada fácil adquirir las progresivas competencias que la sociedad red exige.
Los gestores se hunden en el pánico que les ancla a sus despachos y pantallas. No se atreven a salir ni a establecer puentes de comunicación con subalternos o ciudadanía cada vez más displicentes y enfadados.
Nos hundimos, y eso no gusta a nadie. Ni a la marinería, ni al pasaje ni a este pobre músico que sigue con disciplina regalando acordes a una escena dramática. No basta saber que hemos chocado con un obstáculo insalvable. El barco-humanidad tiene recursos para salvarse y opciones para decidir hacerlo bien o dejarse llevar por el miedo y el caos y mandarlo todo al infierno.
Un servidor es optimista. Si podemos estar reflexionando esto juntos también somos capaces de ponernos manos a la obra trabajando en equipo. Para empezar atrevámonos a convertir esta inquietud en conversación. Hablémoslo con amigos, familiares o compañeros de trabajo. Hagámonos preguntas y hagámoselas a los demás. Escuchemos lo que otros puedan pensar al respecto.
La inteligencia colectiva existe. Más cerca de lo que tal vez intuyamos.