Edición:Libros del Asteroide, 2017 (trad. Concha Cardeñoso)Páginas:472ISBN:9788416213986Precio:23,95 € (e-book: 11,99 €)
En los últimos años he leído unas cuantas novelas que abordan la crisis de un matrimonio a partir de un planteamiento definido por la ausencia de linealidad. En lugar de seguir el realismo clásico, con un discurso «total» que englobe el conflicto desde una sola perspectiva, el relato se fracciona, siguiendo las pautas posmodernas. Esta concepción hace hincapié en esa idea, tan característica de nuestros tiempos, de la imposibilidad del discurso único, o, dicho de otro modo, la imposibilidad de creer en una sola historia, una sola versión, una sola verdad. El conflicto no se narra con herramientas tradicionales, porque ya no se percibe de forma tradicional; necesita recursos para expresar esa ruptura. Tenemos un buen ejemplo en Departamento de especulaciones(2014; Libros del Asteroide, 2016), de la estadounidense Jenny Offill, construida con un estilo fragmentario, con sutiles distanciamientos del narrador en función de la fase que atraviesa la pareja; o En manos de las Furias (2015; Lumen, 2016), de su compatriota Lauren Groff, un homenaje a la tragedia griega planteado como un juego de espejos en el que se contraponen las experiencias del marido y la esposa.Tiene que ser aquí(2016; Libros del Asteroide, 2017), el último trabajo de Maggie O’Farrell (Coleraine, Irlanda del Norte, 1972), es otra muestra de esta tendencia. La historia principal (recalco lo de «principal» porque hay muchas pequeñas o no tan pequeñas subtramas) se centra en un matrimonio que no pasa por su mejor momento. Ella, Claudette, es una actriz famosa que, después de tener un hijo con un reconocido director de cine, decidió desaparecer de la vida pública y esconderse en la campiña irlandesa, donde ha permanecido desde entonces. En estas circunstancias conoció a Daniel, un profesor estadounidense, divorciado y con dos hijos, que dejó su tierra para instalarse en el campo con ella. En el primer capítulo, situado en 2010, ya llevan diez años de relación y tienen dos hijos en común. Todo funciona en apariencia, a pesar de las excentricidades de Claudette (su obsesión por ocultarse, su negativa a llevar a los niños al colegio). Todo funciona, sí, hasta que Daniel viaja a Estados Unidos y una vieja herida se reabre: la muerte de la primera mujer a la que amó, acaecida más de veinte años atrás («Hasta ahora pensaba que mi vida había sido una cosa, pero en este momento parece que tal vez haya sido otra completamente distinta», p. 46).Daniel, el personaje que sostiene el grueso de la novela (y el más redondo), querrá aclarar cómo murió esa chica. Además, al regresar a su país, se reencontrará con todo lo que dejó atrás: sus hijos mayores, su padre, la casa familiar. En otras palabras, el viaje lo obliga a redescubrir las identidades que ha encarnado a lo largo de los años, sus múltiples facetas: el niño que acompañaba a su madre cuando esta se reunía con su amante, el novio que no estuvo a la altura, el padre que no hizo de padre. Aquí es donde entra en juego la estructura: los capítulos se mueven por diferentes épocas, lugares y personajes, tanto de familiares o amigos del matrimonio como de desconocidos que se cruzaron con ellos de forma efímera. Esta organización mantiene la intriga (retrasa la resolución del caso de la novia muerta y, lo mejor, lo más arriesgado, la propia autora se hace spoilersa modo de anticipaciones sobre el futuro de Daniel); y, a la vez, pone de manifiesto que un personaje, una persona, no es solo lo que vemos ahora, sino que se compone de identidades mutablesen el tiempo, identidades que varían según el ángulo con el que se perciben, de la relación (o no relación) de los otros con él. Esta es la ruptura formal de la que hablaba: lo que define nuestra era no son solo los temas (que también: el precio de la fama, nuevos modelos familiares, un padre que no hace de padre de sus primeros hijos biológicos pero sí del hijo de su mujer, etc.), sino la manera de contarlos, este partirse en pedazos, la persona como una multiplicidad de identidades que trata de mantenerse a flote aunque algunas supongan un lastre, un remordimiento.En general, esta construcción poliédricaestá bastante lograda. Emplea la tercera persona centrada en un personaje (todos sólidos, incluso los meros figurantes), salvo en el caso de Daniel, que nos habla en primera persona y actúa como la brújula que indica el camino. Tiene un rasgo particular: gran parte de la novela está narrada en tiempo presente, con eventuales saltos al futuro (adelantamientos: «todavía no lo sabe, pero le pasará esto») y algún fragmento en pasado para reconstruir acciones precedentes. Este uso del presente es importante, puesto que asocia la narración a cada momento, a cada (insisto) identidad del personaje, ya que la percepción inmediata de la realidad es distinta que al volver sobre ella a posteriori. En algunos capítulos, se abandona la narración como tal para comunicar la información a través de otros formatos textuales, como el catálogo de una subasta o una entrevista; detalles que aumentan su naturaleza hipertextual, un poco de collage. Tampoco puedo obviar el excelente tratamiento de las elisiones, eficaces para evitar recrearse en los episodios más trágicos, y asimismo para mostrar la evolución de un personaje sin darlo todo masticado. Maggie O’Farrell demuestra ser una arquitecta solvente para engarzar numerosos hilos, además de una estilista habilidosa, con gusto por la ocurrencia y los diálogos vivaces. Con todo, pese a parecerme una buena novela, algunos detalles me chirrían un poco. Para empezar, el retrato de Claudette al margen de la sociedad, escondida en el campo, resulta un tanto cuestionable. El tema de la desaparición, de borrarse (que, por cierto, no es la primera vez que la autora lo plantea), se resuelve quizá con demasiada ligereza: el hermano hace los trámites en su nombre, ella se disfraza, y listo. Aunque se insinúa que en ocasiones es motivo de disputa entre los cónyuges, he echado de menos una mayor atención a las consecuencias del aislamiento, no solo para Claudette, sino para sus hijos (¿no resulta demasiado asombroso, demasiado estupendo, ese capítulo del hijo mayor en la consulta del psicólogo?), sin olvidar que esto se produce en pleno siglo XXI, con todas sus tecnologías (¿hasta qué punto es verosímil que nadie la descubra?). También noto cierto abuso de los personajes con singularidades en el uso del lenguaje: Daniel, un lingüista perspicaz (probablemente el alter ego de la autora en este sentido); Ari, tartamudo; Niall, aficionado a las notas a pie de página. Por otra parte, aunque valoro el acierto de analizar la situación de Daniel desde múltiples puntos de vista, me pregunto hasta qué punto era necesario explayarse en el contexto de personajes por lo demás intrascendentes para la historia principal, como el ayudante del director de cine o la guía de expediciones de Bolivia. A veces he tenido la sensación de que forzaba determinados desplazamientos por el mero hecho de abarcar más, de dar un punto exótico, internacional, como en el mencionado capítulo en Bolivia o los correspondientes en la India y en China. Esto no significa que estos pasajes sean flojos (O’Farrell podría escribir una novela sobre cada personaje), sino que, vistos en conjunto, suman páginas y dispersión innecesarias. Ah, una última observación: llama la atención, ante semejante profusión de personajes, la ausencia de la primera mujer de Daniel.
Maggie O'Farrell
En suma, Tiene que ser aquíes una novela amena y aun así ambiciosa, en la forma y en el contenido. A propósito de esto último, no he entrado en detalles, pero baste decir que habla de amor, familia, amistad, juventud, infidelidades, traiciones, inadaptación, trastornos, maternidad, paternidad y un largo etcétera. No obstante, por encima de todo la considero una novela sobre las segundas oportunidades, sobre la capacidad del ser humano para reinventarse, para dejar atrás una vida y comenzar de cero (no en vano los protagonistas tienen en común el cambio de identidad: Claudette, cuando decidió apartarse del mundo del cine; Daniel, cuando cruzó el océano y formó otra familia). El quid de la cuestión es hasta qué punto la mochila que arrastran influye en esa nueva etapa: «En apariencia, soy marido, padre, profesor, ciudadano; pero si se mira al trasluz, me convierto en desertor, en impostor, en asesino, en ladrón. En la superficie soy una cosa, pero por debajo estoy plagado de agujeros y cuevas, como un paisaje de piedra caliza» (p. 47). Esos agujeros, ese reencuentro entre ayer, hoy y mañana, son los que cobran sentido en este libro.