Me gustaría poder decir que el viejo me cayó bien nada más verle, pero vestía mal, olía a sudor, y al menos para mí, no es posible la simpatía sin higiene. Me gustaría poder decir que el viejo era lo que aparentaba, pero aparentaba lo que quería y no lo que era. Y me gustaría poder decir que el viejo (en realidad no lo era tanto), no me crujió de lo lindo. Pero ya se sabe, de «me gustaría…» que no se cumplen está el mundo lleno.
Si las bicicletas son para el verano, Ibiza también. Especialmente si tienes pasta como la tengo yo desde hace un par de años y ganas de impresionar a una mujer que tiene mucha más pasta todavía, aunque en la vida esté un poco verde, o precisamente por estarlo. El escenario de mi triunfo iba a ser el local de moda, incrustado casi en la misma cala de arena fina y agua turquesa, con las mejores vistas de la isla al atardecer.
Ella iba a llegar tarde, como siempre hace. Y yo a fingir que no me importa, cuando lo detesto. Al fin y al cabo el tiempo me ha enseñado a ser un buen impostor, tanto, que solo así se explica que haya podido forrarme con un par de libros de autoayuda repletos de frasecitas en las que no creo ni cuando estoy borrachísimo. Hay que saber sacar provecho a la sociedad infantil en la que estamos, pero no nos desviemos de tragicomedia.
‒Cada prejuicio es una frontera ‒me espetó el viejo a la cara.
Se me cruzó en la entrada del local Maravillas, la música chill out nos envolvía. Los porteros con forma de armarios lustrosos fruncieron el ceño, pero no hicieron nada. La ventaja de ser escritor es que incluso con best seller a tus espaldas, puedes bañarte en el anonimato. Sin embargo, el viejo me conocía. Su presentación lo demostraba, me había soltado uno de mis lemas estrella.
‒¿Y en qué frontera prejuiciosa estamos aquí? ‒Le pregunté con la intención de bloquearle y deshacerme pronto de él.
‒En la frontera de la idiotez, joven ‒me dijo con naturalidad.
Me sacó una sonrisa irritada y le lancé otra pregunta:
‒¿En la suya o en la mía, viejo?
Nunca he sido un tipo agradable y el surco de sudor de su camisa azul desteñida no ayudaba. No por casualidad mis editores me tienen prohibido que diga lo que pienso de verdad sobre la mayoría de los temas.
‒Supongo que eso es lo que está en cuestión ‒fue su respuesta y con autosuficiencia añadió: ‒¿Serías tan amable de firmarme uno de tus libros?
Torcí el gesto, algo no marchaba bien… para mí. Sin esperar respuesta se quitó de la espalda una mochila roñosa y extrajo, no mis libros de autoayuda tan vendidos, sino mi primera obra, un cruce de géneros que había sido un rotundo fracaso. Un rotundo fracaso de cuando creía en la literatura y en mí.
‒Es un ejemplar muy difícil de conseguir, ¿lo ha leído, le ha gustado? ‒Pregunté con interés por primera vez.
En ese momento apareció ella y nos sobresaltó, aunque en realidad solo me sobresaltó a mí.
‒¡Pero Papá! ¿Qué haces aquí?, ¿qué casualidad?, ¿vaya pinta más horrible llevas?
‒¿Papá? ‒Dije incrédulo.
Cinco minutos más tarde estábamos los tres sentados en la mesa que había reservado para dos. En ocasiones sí tienes lo que mereces… y menudo desastre. El ocaso ibicenco era igual de hermoso, indiferente a mi cara de idiota y al destrozo de la relación que se iba a perpetrar con la caída del Sol. Al viejo había que reconocerle su mérito, no es fácil desenmascarar a un cínico con talento.
Visita el perfil de @CarlosAymi