Revista Cultura y Ocio

Tierra

Por Benymen @escritorcarbon

TIERRA

La menuda criatura observaba el chalet, oculta entre los arbustos. Medía poco más de cincuenta centímetros y su pequeño cuerpo era un amasijo de pliegues y arrugas. Era un duende de tierra clásico, tal y como han sido todos los duendes de tierra siempre: pequeños y arrugados, como la tierra de la que proceden. Este duende en concreto era lo que nosotros llamaríamos un macho, aunque eso tiene poca relevancia para ellos, y vestía lo que parecían ser unas bermudas verdes con un chaleco a juego. El material de la ropa no se parecía a ninguno de los empleados en prendas humanas, era más bien una suerte de musgo o liquen.

No había ni una sola luz en la vivienda que el duende observaba, la oscuridad reinaba y los sonidos del campo poblaban la noche. La criatura movía inquieta sus nudosas manos sin despegar en ningún momento sus diminutos y brillantes ojos del moderno chalet. Respiró hondo dejando que sus pulmones se llenaran del aroma del verano y espiró sintiéndose mucho más relajado. Dio un pasito hacia delante y se encontró totalmente expuesto a unos veinte metros de la puerta principal de la casa. Una ventana se iluminó y el duende se quedó petrificado en el sitio fundiéndose con el entorno gracias a su camuflaje. La luz desapareció y el pequeño intruso avanzó con pasos cortos y rápidos hasta que se plantó frente a la entrada.

La criatura no trató de alcanzar el pomo de la puerta, no podía entrar por ahí y lo sabía (las criaturas mágicas como los duendes de tierra no pueden abrir puertas construidas por los humanos). Esta limitación no los mantiene aislados, ni mucho menos, existen infinidad de portales adaptados a cada especie mágica y todas ellas saben cómo utilizarlos. El duende de tierra se dirigió hacia un punto cercano del porche y palpó la pared de la casa. Sus manos se deslizaron por el recubrimiento de madera hasta que llegaron a un punto en el que las placas se habían separado dejando el desnudo ladrillo al descubierto. La criatura juntó las palmas de las manos y empezó a frotarlas con determinación. Un tenue brillo verdoso se extendió desde sus dedos hasta sus muñecas, en ese momento separó las palmas y las posó con suavidad sobre el ladrillo de la pared. El duende, al igual que el ladrillo, era hijo de la tierra y, al encontrarse ambos, se fundieron en uno y la criatura atravesó la pared. Reapareció en el interior de la casa todavía con ese áurea mágica iluminando tenuemente toda la estancia. Conocía el lugar a la perfección y se encaminó con presteza hacia la habitación que tantas otras veces había visitado.

El dormitorio estaba al lado del salón, al fondo de un largo pasillo con fotos familiares en las paredes. Por suerte para el duende, la puerta de este cuarto siempre estaba entreabierta así que pudo deslizarse dentro sin necesidad de utilizar su magia. La excitación se apoderó de nuevo del pequeño duende mientras se acercaba a la única cama de la habitación y trepaba por ella. Los movimientos de la criatura eran silenciosos y lo único que se oía era la respiración de la persona que dormía en el lecho. Cuando llegó hasta arriba, al duende le brillaron los ojos como la primera vez que la había visto jugando en el jardín. En la cama dormía Clara, una preciosa niña de siete años con una tupida mata de pelo rizado y negro como el azabache.

El duende suspiró tiernamente y se aproximó a la cabecera de la cama, a la cabeza de Clara. Cuando estuvo a su misma altura se quedó embobado viendo a la niña respirar rítmicamente. Con una de sus nudosas manos le apartó un rizo que le caía sobre la cara, se acercó y le dio un tímido beso en la mejilla. El duende no se demoró más rato, le colocó a Clara bien la manta y descendió hasta el suelo una vez más. Una última mirada con sus ojillos brillantes le bastó como despedida antes de abandonar el dormitorio de la niña. Justo cuando el duende volvía a salir a la negra noche, Clara se despertaba en su cama y respiraba el familiar olor a tierra húmeda que siempre olía por las noches, después volvía a cerrar los ojos sintiéndose protegida y feliz.


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