Sólo puedo decir esto: qué envidia. Porque en este país ese tratamiento preferencial al noveno arte (sí, señor Molina Foix, arte), no está dando mas que sus primeros pasos. El cómic ya va a apareciendo en las librerías y va ganando adeptos dentro del campo de la crítica literaria, pero aún dista años luz del lugar que debe ocupar, el del arte que mejor ha sabido medrar en las procelosas aguas del posmodernismo. A continuación les dejo la reseña de un cómic que adapta al medio una de las grandes obras de la ciencia ficción del siglo XX, Farenheit 451.
La obra de Ray Bradbury ya había sido llevada al cine por el francés François Truffaut, y es el norteamericano Tim Hamilton quien en esta ocasión la traslada al lenguaje del cómic. Este interés por la obra, procedente de distintos medios, da una idea de su importancia. Considerada como una de las mejores novelas del siglo XX, Farenheit 451 tuvo su origen en una anécdota sufrida por su autor. En un paseo nocturno, fue retenido por la policía sin motivo aparente. De ese encuentro nació un relato, “El peatón”, que después daría lugar a la novela corta El bombero, cuya última ampliación se acabaría conociendo como Farenheit 451.
Bradbury trasladó al papel El bombero en una de las máquinas de escribir que había en alquiler en la biblioteca de la Universidad de California, rodeado de libros. Su crítica particular encontró una imagen gemela, aún más grande, procedente del momento que vivía su país. El senador Joseph McCarthy había llegado a decir que quizás se debieran quemar las bibliotecas, llenas, según él, de libros repletos de ideas perjudiciales para los buenos ciudadanos.
Viendo cuál fue el germen de la novela, no cuesta mucho imaginar cuál es el tema que da vida a sus páginas. Estamos ante una metáfora de la tiranía, representada bajo el aspecto de un Estado autoritario, el cual mediatiza la libertad de sus ciudadanos interviniendo en los medios de comunicación y dictando los caminos a seguir por la cultura. El cuerpo de bomberos ha pasado de apagar incendios a encargarse de la quema de libros. El Estado dirige a sus ciudadanos por medio de la televisión, y ve en la literatura al enemigo.
"Lees unas cuantas frases y te despeñas por el acantilado. Buum, listo para volar el mundo, cortar cabezas, atropellar a mujeres y niños, destruir la autoridad."
Ese párrafo, extraído de la novela gráfica, es la visión de los libros que el Estado ha inculcado en sus ciudadanos. Lo que se narra en Farenheit 451 es la rebelión de Guy Montag, un bombero que, a pesar de no ser feliz, no guarda dudas sobre su trabajo. Hasta que conoce a Clarisse, cuyas palabras le conducen a una nueva percepción de las cosas. Cómo acaba la historia, su apuesta por el último refugio de la literatura, es un episodio comúnmente conocido.
Esta adaptación que nos ofrece el noveno arte es más fiel al original literario que la que presenta el filme de Truffaut. De hecho, Tim Hamilton confiesa que prefirió no ver la película para no sentir su influencia. Y sin embargo, el futuro que recrea el dibujante es similar al del filme. Estéticamente aséptico, procede del ideario de cualquier ciudadano de los años 50. No se trata de un futuro sofisticado, no hay alta tecnología; no es ciberpunk, no es near future tal como lo entendemos los habitantes del siglo XXI.
Hamilton dibuja el futuro basándose en apenas tres o cuatro colores, en líneas rectas y figuras silueteadas, con formas simples. La oscuridad, siempre presente, se abre escasas veces al azul, al verde o al gris, y especialmente al rojo y el amarillo cada vez que el fuego aparece. El fuego es quizás el personaje más poderoso de la obra. Como una criatura viva, se ramifica, se multiplica y eleva hasta apoderarse de las viñetas, todas ellas siempre superpuestas sobre un fondo dominante que ocupa toda la página. Los personajes humanos tienen rasgos anónimos, oscuros, excepto Clarisse, luz en cada acto de presencia.
En conclusión, “Farenheit 451 de Ray Bradbury”, que es como se titula esta novela gráfica, es esencialmente fiel a la novela. Su lectura, al igual que la del libro, deja una cierta desazón, un desangelamiento general por un mundo triste y un futuro siempre en duda. El tono sobrio de sus páginas redunda en ese sentimiento. No es una obra espectacular, no es una obra alegre, pero deja un poso de disfrute.
Reseña publicada originalmente en Prospectiva.