Allí estaba siempre, sentado en su sillón orejero rojo enfrente de la mesa camilla en un precioso y coqueto mirador volado sobre la plaza. A su lado Luis, mi tío frente a su tabla de braille también serio, sin hablar. La abuela Luisa en cambio daba un toque de glamur a la casa, siempre arreglada con sus pendientes de perlas, collares y sus labios rojos. Él, serio, en silencio, siguiéndome con la mirada cuando entraba en aquella casa casi todos los domingos de la mano de mi madre. Me resisto a saltar sobre sus rodillas mientras Pilar insiste con impaciencia:
- Dale un beso al abuelo.
Impertérrito en su sillón me mira con ese bulto en la frente que tanto me aterroriza. Eso, y el cuadro lúgubre del conejo degollado en la entrada. En ese pasillo oscuro e interminable que sola me produce pánico. A su lado, un Cristo crucificado sobre un fondo negro, símil pictórico del conejo que da a ese pasillo la puntilla macabra. La abuela Luisa me da vino dulce y me relajo. Corro tras mis primos a la habitación prohibida mientras él arquea las cejas. Esa habitación, siempre cerrada que contiene objetos antiguos, viejos que no podíamos tocar que no podíamos ni mirar. Palomas de porcelana que nos miraban, gatitos que se encaramaban sobre jarritas de leche, niñas con faldas de tu tú porcelánico sobre una barca modernista que siempre se movía al abrir la puerta. Era todo fantástico y estaba prohibido. Que más podíamos pedir. Y allí íbamos corriendo cuando los mayores nos olvidaban. Todos menos uno, claro.
Cuando murió, le eche de menos.
Ahora, el cuadro del conejo está en casa de mi padre justo enfrente del Cristo crucificado. Cuando avanzo rápido por el pasillo, sigo oyendo su voz seria y oscura:
-Luisa, los niños…