Al fin comprendí que el verdadero sentido de mi vida era ser un hombre espejo. Necesité mucho tiempo para aceptarlo. De natural tímido y reservado, me resultaba chocante la afición de la gente a acercarse y contarme sus más íntimos pesares a la menor oportunidad. En una ocasión, un policía municipal chulesco y prepotente que estaba poniendo una multa a mi coche, aparcado en flagrante doble fila, acabó llorando sobre mi hombro mientras me contaba que antes no era así, que se había vuelto un implacable cabrón a raíz de sorprender a su pareja acostada con el sargento que le hacía la puñeta en el cuartel. El uniformado veía en cada infractor un futuro candidato a ocupar su lecho conyugal y por ello, aunque se le encogía el corazón, tenía que desestimar mi descabellada idea de retirarme la sanción.
Empece a pensar que quizás tenía unas dotes fuera de lo común y que podía ser interesante no desaprovechar una espléndida oportunidad y poner en juego mis enormes potencialidades. Mi condición de próspero y avispado promotor inmobiliario me da muchas satisfacciones, sobre todo cuando compro favores o enladrillo paisajes, pero quizás en el futuro me sienta mal no sacar el partido debido a todo mi talento.
No obstante, algo me decía que me sobrevaloraba en demasía. En realidad los demás se acercaban a mí pero yo no tenía nada que contarles. Venían, me hacían partícipe de muchos detalles de su vida lastimosa y se marchaban aliviados. Yo me quedaba como un pasmarote sin haber dicho nada. Sé que los psicoanalistas hacen lo mismo pero en su caso cobran suculentas minutas mientras alargan sus supuestas terapias durante años y años. Los curas, aunque no cobran, pueden dar rienda suelta a sus más bajos instintos en el confesionario, tanto lanzando su rastrera mirada sobre los rincones más oscuros de la vida de sus fieles, como dictando sádicas penitencias que alivian su desbocada sexualidad reprimida.
¿Pero qué sacaba yo de esa inusitada eficacia como vertedero de desdichas? Tragaba con todo lo que me echaban encima pero luego no me sentía con capacidad de digerirlo. Era demasiado peso encima. Una carga que me hacía sentir débil y vulnerable. Casi de cristal. Como aquel Licenciado Vidriera del relato de Cervantes.
Claro, al fin lo entendí. No podía liberarme de mi fragilidad pero podía hacer uso de ella. Debía pulirme. Hacerme más ligero, más plano. Tenía que recubrirme con una capa de metal plateado que protegiese mi interior.
Con vuestra ayuda lo he conseguido.
Vosotros me habéis pulido con vuestros lamentos. Me habéis aligerado tras golpearme con vuestro pesado malestar. Me habéis convertido en un tipo plano con vuestra prepotencia ególatra. Habéis solidificado mi interior con una capa de indiferencia, inmutable a vuestros patéticos arañazos.
Gracias.
Gracias por todo.
Gracias por convertirme en un hombre espejo.