La primera vez que sentí su presencia había pasado toda la tarde escuchando el murmullo del mar encerrado en el interior de una caracola que encontré en el fondo de un cajón de la cómoda donde mi madre guardaba viejas fotos en blanco y negro de unos niños jugando en la playa.
Fue un pitido agudo que se instaló en el fondo de mi oído durante segundos, pero su recuerdo me acompañó horas como un vértigo repentino y cruel.
Volvió cada vez con más frecuencia. A veces sentía que aquel sonido taladra te me hablaba, invitándome a acercar mis pies al agua del mar que, desde mi ventana, contemplaba calmado y amenazante.
Un día, simplemente, no se fue. Su insistencia martilleaba mi cabeza como una voz que me reclamaba. Los días se volvieron eternos y en el silencio de la noche, la locura comenzaba a adueñarse de mí, guiando mis pasos a la playa donde me acababa sorprendiendo el amanecer.
Sobre la arena, la silueta de mis pasos se dibujaba firme. A su lado, unas breves sombras de unos pies diminutos se adentraba hacia el agua mientras los míos quedaban detenidos en la línea imaginaria en la que la marea hacía volverse a las olas.
Su imagen apareció sentada en mi cama una noche en la que las nubes cubrían la luna con un manto denso y pesado. Sus ojos, aún en la oscuridad, eran profundos, de un azul líquido y casi mortecino. En mi oído, el pitido se volvió un chillido desgarrador, alternando una voz infantil con una risa aguda que hacía helarse mi sangre.
Tendió hacia mí sus manos, sujetando la mía entre sus fríos dedos. "Ven a jugar a la playa" repetía. Mi cuerpo obedeció ensordecedor y sumiso.
Nuestras huellas se perdieron arrastradas por las olas mientras el agua iba empapando la franela de mi pijama. Fue entonces cuando calló el pitido en mis oídos quedando solo el sonido del mar.