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La conversión de Estados Unidos en un Estado forajido no es nueva. Admito que esto habría que estudiarlo con más tiempo y profundidad. Sin embargo, podría decirse que ese país se convirtió tempranamente en la concreción del concepto mencionado en el título de esta columna.
Por cierto, la denominación de “Estado forajido” es una idea acusadora bastante manida por los distintos gobiernos demócratas y republicanos que han pasado por la Casa Blanca.
Durante décadas, Washington ha usado la carta del Estado forajido como pase libre para sembrar muerte en distintas naciones. Nicaragua, Libia, Irak, Afganistán, Siria, han sido víctimas de esta acusación. Por años, el imperio ha invertido ingentes recursos financieros, mediáticos, militares y tecnológicos en hacerles creer a ingenuos e ignorantes que los chicos malos están en —o vienen de— cualquier parte del Tercer Mundo.
Ahora bien, con la llegada de Donald Trump al trono del Salón Oval, vemos como a Estados Unidos le viene como anillo al dedo este concepto, surgido en los tiempos de ese genio del mal que fue Ronald Reagan.
Según las tesis esgrimidas por el Pentágono, un Estado forajido se caracteriza por ser:
Un riesgo para la seguridad y la paz. Trump amenaza a diestra y siniestra con usar la fuerza en contra de la nación que no lo reverencie.
Desconocer las leyes y convenciones internacionales. Trump actúa sistemáticamente al margen de cuanto tratado existente le desagrade. Para él, la Organización de las Naciones Unidas o la Organización Mundial de Comercio son estorbos. Solo cree en la Organización del Tratado del Atlántico Norte, y eso solo si los europeos pagan las cuentas.
Violar los derechos humanos. Basta leer la prensa diaria para tener una idea de esta realidad, al ver cómo se persigue y deporta masivamente a migrantes, cómo se asesinan lancheros en aguas del Pacífico y el Caribe, y como se militarizan las ciudades de Estados
Unidos con mayoría opositora.
Apoyo al terrorismo. Trump respalda a ciegas gobiernos genocidas como el que asesina a mansalva en Gaza, a la vez que defiende sin rubor alguno a reyes que ordenan el asesinato de periodistas disidentes.
¿Harán falta más pruebas?
Alfredo Carquez Saavedra
