Revista Cultura y Ocio
Admiro a Terrence Malick. Lo admiro porque en un mundo en el que el psicologismo impera en la definición de personajes y en el que –ya se sabe- si aparece una pistola en una escena es para dispararla en la siguiente o dos escenas más allá, este director trata a los personajes como si fuesen fuerzas de la naturaleza que actúan movidos por ímpetus irracionales y ajenos a cualquier psicología. En las películas de Malick alguien puede morir por un disparo sin que en ningún momento hayamos visto la pistola. Todo eso y que lleve diez años rodando un documental sobre la historia del universo y que traduzca a Heidegger, ambas dos proezas incomparables. Aunque yo creo que para rodar un documental sobre la historia del universo hay que ser inmortal. Tal vez Malick lo sea y los demás no nos hayamos dado cuenta. Pues todo eso ocurre de nuevo en To the wonder. El espectador debe olvidarse del motivo de por qué actúan los personajes, debe olvidarse, de hecho, de que hay personajes y, casi casi, de que existe el tiempo. Malick nada en la eternidad como un pez en el agua. Cuando Malick pone la cámara frente a Ben Affleck el espectador debe experimentar la misma sensación que si enfocase a un canguro o una lechuga, la misma opacidad, la misma impenetrabilidad, el mismo aburrimiento. Eso sí, más guapo y con tatuajes. Hasta ahí de acuerdo. Lo que ocurre es que hasta los griegos hacían hablar a sus dioses de manera inteligible y bien trabada. El misticismo y la cursilería no es una mezcla recomendable, es como añadir huevo a la Coca-Cola, la cosa no queda bien por mucho que la agites. A veces el misticismo es la coartada perfecta para la pereza y la falta de ideas. Después de ver la película uno tiene la sensación de haber asistido a un larguísimo spot de Pepe Jeans. Solo hay que ver a la bellísima y bien vestida Olga Kurylenko dando provocativos saltos alrededor de la figura estólida de Affleck al menos durante la mitad del metraje, que es mucho. Eso sí, hay sexo.