Estoy muy cansado… Me asfixio, me falta el aire…
Prefiero dejarme ir, flotar, hundirme, morir,…No hacer nada porque ya no tengo fuerzas para hacer nada. Nada. Eso es lo que siento que soy en estos momentos, una gran Nada que pesa toneladas de Nada, en medio de la Nada absoluta…
¿Qué se va a perder?, ¿Una vida triste y gris?…
¿Quién me va a echar de menos? En mi Nada no hay Nadie. Los he ido expulsando de mi vida, poco a poco… He sido egoísta y no he querido amar. Ha sido tanto el dolor que ha padecido mi alma, que escogí no amar para no perder… Para no sufrir…
Si no hay Nada ni Nadie que me importe, Nada ni Nadie me hará sufrir. Y no he sufrido pero… me he quedado vacío. Tan, tan hueco de todo, que me extraña que ahora mismo no pueda flotar…
Me estoy meciendo, empiezo a bajar. No quiero moverme. No quiero respirar.
Me sorprende un tópico: mi vida pasa por delante de mis ojos en pequeños retazos de imágenes y sensaciones.
Me veo de niño, sonriendo, con aquel gran paquete envuelto con papel de regalo, que contenía ese velero auto dirigido con el que tantos mares exploré.
La sonrisa de mi madre, a la vera de la barbacoa en la playa, asando unas sardinas mientras nos observaba chapotear en la orilla.
Veo la cara de Mar, sus ojos irisados y también brillantes diciéndome que sería mi compañera de vida.
Una imagen de una rosa blanca encima de una lápida y la tristeza inmensa al decir adiós al amor de mi vida.
La mano de mi sobrino, envuelta en la mía. Sus ojos arrobados mientras le explico los secretos de mi antiguo velero de juguete.
Una comida familiar salpicada de risas. Oigo las risas.
Las oigo.
El rostro de mi madre, de nuevo pero envejecido… con esa gran sonrisa eterna mientras me abrazaba, ayer, antes de lanzarme a este viaje maldito.
Oigo a Mar diciéndome Vive por mí.
Todo brilla.
Resplandece.
Siento que he vivido con los ojos cerrados y no he podido percibir esos deliciosos destellos de luz que irradian los que me rodean pero, ahora, a punto de dejar que mis pulmones se inunden de agua, estoy abriendo los ojos y, aunque todo está oscuro, yo veo como brilla.
Y no quiero dejar de verlo.
Mis manos y mis pies despiertan y empiezan a moverse, buscando el mejor movimiento para emerger hacia la luz que yo veo, aunque ahí fuera la noche sea profunda.
La sonrisa de mi madre y la voz de Mar, me impulsan hacia arriba. Mis pulmones están a punto de estallar pero una fuerza brillante me anima.
Subo, subo, subo…y, por fin, respiro. Lo hago con furia, mientras el agua se mezcla con ese aire frío que me vuelve brillante y poderoso. Me bebo el oxígeno a grandes bocanadas, mientras mi cuerpo reacciona con violencia a esta nueva situación.
No quiero hundirme.
Estoy exhausto pero feliz. He visto toda la luz que me rodea y no quiero perderme en este mar oscuro.
Lentamente, mi respiración se acompasa. Me tiendo sobre el agua, mirando hacia el cielo, con los brazos en cruz. Me río, pensando que estoy haciendo el muerto cuando lo que he decidido es vivir.
El agua me mece y me lleva. Mis músculos se relajan y se preparan: hay que nadar hacia ese mundo brillante que me espera.
Algo me roza el brazo y me inquieta pero me hace sentir vivo. Tengo miedo y después de tanto tiempo sin Nada ni Nadie, recibo con placer un sentimiento, aunque sea ese.
Nado, nado, nado y nado.
Mi mente me tatarea una canción y acoplo el ritmo de mis brazos a lo que oigo en mi cabeza.
Nado, nado y nado.
Sólo me importa avanzar.
Nadando.
Cuando acaba la música, mis brazos y piernas se hacen más pesados. Me preparo para descansar, de nuevo. Parar, relajarme y seguir nadando hacia la luz pero, cuando mis piernas alcanzan la posición vertical, siento algo en la punta de los dedos.
Es algo mórbido y mullido, que me acaricia los pies y que siento como una delicada caricia.
Me conforta.
Me deleito en la sensación, intentando mantenerme a flote hasta que mi cerebro procesa una posibilidad.
El fondo.
Estoy tocando fondo.
Me impulso pero esta vez hacia abajo y las plantas de mis pies chocan con una superficie arenosa que me llena de alegría.
La energía es tan poderosa que me permite dar unas brazadas más, venciendo a mi cuerpo que ahora es de plomo, e incorporarme, emergiendo del agua, con mis pies firmemente clavados en la fina textura de esa arena milagrosa.
Camino sin ver, arrastrándome, dejando surcos que anuncian que estoy vivo.
Me derrumbo en una playa pequeña, en la arena seca que aún conserva la tibieza del sol.
Encima de mí, un manto de estrellas relucientes me da la bienvenida.
Todo brilla.