Esa pregunta la formuló como afirmación Theodor Adorno (1903-1969), destacado filósofo alemán, y como tal habría de servir de adecuado frontispicio, incluso de anticipada (y provisional) conclusión para el relato de una desconcertante anécdota entresacada de la vida de Jackson Pollock (1912-1956), principal representante del expresionismo abstracto norteamericano, que allá por los años cincuenta del pasado siglo llegó a ser considerado la primera estrella del arte estadounidense.
Una noche de primavera de 1952, su amigo Tony Smith, que vivía a cientos de kilómetros de Nueva York, donde Pollock residía, recibió una llamada telefónica de éste que en seguida adquirió tintes truculentos:
–Me voy a suicidar –anunció el pintor a su amigo.
–Aguanta, voy para allá –le contestó éste, que acto seguido, y en plena noche, empezó a recorrer en coche la distancia hasta Nueva York. Después de cinco horas, y tras entrar en la casa de Pollock, observó que éste estaba borracho, algo habitual, colérico, nada extraño, pero blandiendo un gran cuchillo y con una persistencia especial en su anormal comportamiento. El cuchillo lo agitaba alternativamente contra su mujer, Lee Krasner, acurrucada detrás de la cama y muerta de miedo, y contra sí mismo, y maldecía al mundo a gritos. Llevaba siete horas en esa actitud.
Smith, poco a poco, se fue acercando a él. Sabía que no podía hacer alusiones directas a su estado sugiriéndole que ya había bebido demasiado, porque el efecto sería el contrario del deseado. Así que empezó a hablar con él de arte. Pollock se fue calmando. Dejó el cuchillo y cogió un cigarrillo y la botella de whisky. Para conseguir que acabara de “salir de sí mismo”, Smith le propuso hacer un cuadro juntos allí mismo.
Son famosos los estados de trance por los que atravesaba Pollock cuando pintaba. Arrojaba sobre el lienzo, apoyado en el suelo, el contenido de los tubos de pintura, y con un palo, una espátula u otro instrumento, generaba de forma impetuosa trayectos sinuosos, retorcidos o quebrados para los grumos de pintura depositados. Después de que Smith hubiera extendido su primera porción de pintura naranja y Pollock la correspondiente de pintura negra, la mezclaron. “Parece vómito”, murmuró el primero. “Comparado con Pollock –había dicho un crítico de arte–, Picasso resulta un tranquilo conformista, un pintor del pasado”. Sin embargo, no tenía destreza como pintor. Siendo niño no había mostrado ninguna inclinación por el dibujo o la pintura y, más aún, ningún talento.
Por la mañana, Smith y la mujer de Pollock llevaron a éste, que había quedado inconsciente, a una silla, en la que descansó. En los seis meses siguientes, el alcoholizado pintor volvió a repasar una y otra vez aquel cuadro que habían empezado los dos amigos, y que acabó titulando “Postes azules”. Veinte años después de aquella noche y dieciséis después de la muerte de Pollock, ese mismo cuadro se vendió por dos millones de dólares al Gobierno australiano. Lo que empezó como improvisada desviación de un impulso cuasi criminal en una noche de desenfrenada borrachera, acabó siendo el cuadro más cotizado de la historia de Estados Unidos. Ni siquiera Picasso, por entonces, había superado nunca el millón.
Aparentemente quedaría, con lo relatado, suficientemente explicado, en primera instancia al menos, el título de este artículo que de inicio pudiera haber resultado un tanto críptico. Para abundar en esa manera de valorar el arte, podríamos también traer a colación la tremebunda exposición de las esencias del surrealismo realizada por André Breton, y que, aunque hemos transcrito en los últimos artículos, volvemos a recordar: “El acto surrealista más puro consiste en bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar, mientras a uno le dejen, contra la multitud”. Ya antes, Degas –¡Edgar Degas: el pintor de los gestos delicados y casi ingrávidos!– había afirmado: “Una pintura requiere tanta astucia, picardía y maldad como la comisión de un delito”, y al artista neófito le recomendaba que fuese “taimado”. El fauvista, y en su juventud revolucionario, Maurice de Vlamink, del que también hemos hablado en otra ocasión, dijo asimismo: “Lo que habría conseguido tirando una bomba –lo cual me habría llevado al patíbulo– intenté hacerlo en el arte, pintando, usando colores de la mayor pureza. Así satisfice mi deseo de destruir las viejas convenciones, de desobedecer”. El propio Miró anunció: “Quiero asesinar la pintura”.
Estamos hablando, pues, tan sólo de un impulso, de algo que no traspasa los límites de la imaginación, y que, en principio, sólo a la hora de traducirse en términos artísticos pasa a tener consecuencias prácticas. Sin embargo, la dramática formulación de aquello en que consiste la obra artística, según la dejó expuesta Adorno, no sería la única posible. Ciertamente, la genuina función del arte es la de empujar hacia la ruptura con la estricta realidad: son las insuficiencias de ésta la cósmica hornacina que el hipotético gestor del universo habría previsto para que en ella cupiera la actividad del artista. Y, efectivamente, esa confrontación con lo real puede discurrir por cauces que otros espíritus más atrabiliarios hubieran podido hacer desembocar en el crimen. Pero habríamos de poder prever que el genuino impulso artístico debería estar destinado a empujar virtualmente a la realidad hacia órbitas más sublimes y elevadas, no hacia propuestas destructivas (deconstructivas, según un vocabulario más actual) o degenerativas que vinieran, efectivamente, a ser como imaginarias anticipaciones de un crimen.
Por tanto, lo primero que hemos de concluir, contradiciendo a Adorno, es que no toda obra artística es un crimen no cometido, salvo que entendamos por tal toda imaginaria o imaginativa propuesta de cambio que desde el espíritu venga a poner sitio y amenazar a la realidad, de manera semejante a como podríamos suponer que Artemisia Gentileschi (1597-1651) habría seguido la sutil estela criminal que la desinhibida Judith dejó insinuada cuando decapitó a Holofernes, reflejándolo en su pintura y dando con ello una especie de positiva sanción a aquel hecho. Más bien haríamos en situar el apotegma de Adorno en el contexto de la posición que el arte parece haber tomado en estos últimos tiempos, impregnado por el espíritu de la época que vivimos (de uno de sus ramales al menos). Cuando Joan Miró buscaba por las mañanas, en la bajamar, los detritus, materiales de desecho y porquerías varias que el mar había depositado en la playa (la misma actitud que empujó a Antoni Tàpies hacia lo que llamó pintura matérica), elementos con los que buscaba construir su próxima obra de arte, estaba mirando la realidad según una determinada perspectiva. No precisamente recogía las mejores muestras de lo real para, a través de ellas, crear con su arte una fuerza vectorial que animase a aquello en la dirección de lo sublime, sino, al contrario, su labor era, según hoy se suele decir, deconstructiva, señalando un destino degradado a sus pretensiones artísticas. Algo semejante a lo que podríamos decir del urinario de Marcel Duchamp que analizábamos en el artículo anterior o, más explícitamente aún, de los aclamados tarros de mierda propia con los que Piero Manzoni perpetúa su memoria en los más afamados museos de arte moderno.
Decía Ortega y Gasset que “las cosas tienen dos vertientes. Es una el ‘sentido’ de las cosas, su significación, lo que son cuando se las interpreta. Es otra la ‘materialidad’ de las cosas, su positiva sustancia, lo que las constituye antes y por encima de toda interpretación”. La función de la interpretación es ubicar las cosas en un tramo del camino hacia su ideal. Sin embargo, también “hay distancias, luces e inclinaciones, desde las cuales el material sensitivo de las cosas reduce a un mínimo la esfera de nuestras interpretaciones (…) La cosa inerte y áspera escupe de sí cuantos ‘sentidos’ queramos darle”. El arte de vanguardia ha renunciado a la interpretación, al sentido: busca deconstruir, llegar a la cifra de las cosas que exprese su materialidad desnuda.
“Depende, pues, la faz que el mundo tome a nuestra vista de la electricidad sentimental con que llevemos cargado el corazón”, dice también Ortega. Quien pone mierda en el primer plano de lo que alcanza su perspectiva vive en un mundo diferente de aquél que decide tener la belleza o el bien como referente. Si nuestras expectativas vitales están repletas de ideales, de estímulos para la acción productiva, de propuestas para nuestros impulsos más nobles, el paisaje que nos rodea tomará una configuración que consuene con ello. En sentido contrario se configurará el paisaje del resentido, del que Ortega, glosando a Nietzsche, hace la descripción: “El hombre inepto, torpe, vitalmente fracasado, va por el mundo rezumando desestima de sí mismo. Como no logra acallar ese menosprecio de sí, que sopla en bocanadas de su propio interior y no le deja vivir, se produce en él una reacción salvadora, que consiste en cegarse para todo lo valioso que hay en torno. Ya que no puede estimarse a sí mismo, tenderá a buscar razones para desprestigiar toda excelencia”. Y así, una época que, en buena medida, ha decidido tomar postura a favor del mal gusto, de la procacidad, de la transgresión por la transgresión (o sea, a favor de lo que son las cosas en su estado más primario y desespiritualizado), avalaría con suficiencia el apotegma de Adorno. Lo cual no quiere decir que necesariamente la mierda sea el último destino de todo. O aquél en el que debamos imprescindiblemente recalar.
Y ya desde aquí, para finalizar, tracemos un bucle dialéctico que nos devuelva a nuestras reflexiones metaartísticas: el que nos permita discurrir desde las perspectivas que llevan al artista de vanguardia a construir (deconstruir) su arte hasta las formas de barbarie que, hoy como ayer, tienen su fuente en los intentos de reducir la realidad a sus términos más simples (más individualizadores), desalojándola de cualquier tipo de ideal vertebrador, de cualquier sostén moral o espiritual que pretenda añadir a los datos de la experiencia la fuerza organizadora del sentido. Concluyamos: el artista de vanguardia y los nuevos bárbaros mantienen, pues, una misma perspectiva, la que les empuja a ver la realidad como un simple hito en el camino que conduce hacia el caos. Afortunadamente, el de ese artista es sólo un caos imaginado, un crimen no cometido. Pero tampoco debemos olvidar lo que auténticamente es la realidad: un anticipo de lo que tiene previsto la imaginación.