La sociedad española, como todas las demás (corrijo: más que la mayoría de nuestro entorno), ha ido haciendo frente desde siempre a un conjunto de anomalías morbosas, muchas de ellas importantes, pero a la larga no tanto como para comprometer y poner en entredicho su marcha a través de la historia (sí, sin embargo, para que esa marcha se haya hecho a menudo con paso renqueante). En los últimos tiempos, sin embargo, en éstos que precisamente se corresponden con la era Zapatero, las anomalías morbosas que han venido a distorsionar el proyecto de vida en común que constituye nuestra nación han adquirido una gravedad especial, hasta el punto de que es posible que ese proyecto quede irreversiblemente deformado. Nuestro retroceso político, económico, moral, de cohesión social y territorial y de la calidad de nuestro papel en el concierto político mundial nos ha acabado situando al borde del colapso.
Las andanadas morbosas que a raíz de la llegada de Zapatero al poder comenzaron a emitirse sobre nuestro cuerpo social aparecieron pronto y han sido constantes a lo largo de estos casi ocho años. La primera medida del nuevo Gobierno consistió en traicionar a sus aliados al retirar unilateralmente las tropas de Irak, a donde habían ido no a hacer la guerra, sino a colaborar en la reconstrucción del país amparadas en un mandato de la ONU. De lo que se trataba, al fin y al cabo, era de anular un peligroso foco de desestabilización internacional, de una clase parecida a los que se han ido produciendo en Kosovo, Líbano o Afganistán, en donde nuestras tropas también están o han estado presentes. Nuestra desacreditada política de relaciones internacionales pasó desde entonces a estar sesgada a favor de regímenes tan poco recomendables como la Venezuela de Hugo Chavez, la Bolivia de Evo Morales, el Marruecos de Mohamed VI y la Cuba de los Castro. El esperpento de la Alianza de Civilizaciones, sólo apto para mentes adolescentes, y en el que vienen a equipararse civilizaciones y modos de hacer política democráticos e ilustrados con otros que Occidente dejó atrás al superar la Edad Media, fue otra extravagante aportación de la política exterior zapateril.
La siguiente perentoria medida de Zapatero y su gobierno fue la supresión del Plan Hidrológico Nacional, que iba a financiarse con fondos de la Unión Europea. Podemos inferir lo que esto supuso de un solo dato: según afirman los expertos del Instituto de Estudios Económicos de Alicante (INECA) que, dirigidos por el profesor Joaquín Melgarejo, han elaborado el informe “Análisis económico del trasvase del Ebro, como instrumento generador de empleo duradero y sostenible”, el trasvase del Ebro hacia las regiones valenciana, murciana y andaluza hubiera asegurado la creación de 514.135 puestos de trabajo, de los cuales, el 83,4 % habrían sido estables.
Lo más nefasto de la política de Zapatero arranca de aquella nefanda opinión suya, que expuso también tempranamente, según la cual “la nación (española) es un concepto discutido y discutible”. De esa forma de pensar nació el nuevo Estatuto de Cataluña, que convierte de hecho a esta región en independiente, rompiendo la igualdad jurídica entre los españoles y, entre otras muchas cosas, el mercado único y la eventual movilidad de los trabajadores españoles hacia aquella región.
También es preciso resaltar cómo algunas de las ensoñaciones que han sustentado la política de Zapatero han conseguido reabrir en buena medida las heridas de la Guerra Civil, al volver a dividir a los españoles –según un criterio que él inauguró al denominarse “rojo” a sí mismo–, entre rojos por un lado y fachas (todos los demás) por el otro. El trabajo de generaciones de españoles tratando de superar los odios que desató aquella tragedia ha quedado así en gran parte desbaratado.
La actuación estelar de Zapatero a lo largo de estos años ha sido, sin embargo, la referida a la negociación y el acuerdo final con la banda terrorista ETA, que comenzó antes de la llegada de los socialistas al poder en el 2004, en tiempos en que precisamente ellos estaban también a punto de proponer, con el desparpajo y la felonía consiguientes, la promulgación de la Ley de Partidos, que no sólo estaba destinada a impedir esa negociación, sino que excluía del juego político a la banda y a quienes la apoyasen. A estas alturas, en el lenguaje políticamente correcto que los mismos socialistas han impuesto (con el sospechoso beneplácito de Rajoy), se ha pasado a denominar “derrota de ETA” al hecho de tener a la banda situada en las instituciones, gestionando más dinero que nunca y preparando el último asalto a sus aspiraciones máximas en cuanto ganen las próximas elecciones autonómicas junto al PNV. Y ello sin necesidad ya de utilizar las armas frente a un estado que ha desistido de proclamar, frente a la evidencia de esas amenazas, la unidad irrenunciable de la nación española que nuestra Constitución consagra. No ha quedado, de todas formas, convertida la banda en una especie de organización pacifista, sino que sigue implícitamente encargada de garantizar desde la sombra que la marcha triunfal de los nacionalistas hacia la independencia no vuelva a ser interrumpida.
El relato de los desastres sufridos y los que, a partir de ellos, aún pueden venir podría seguir. Pero de lo que aquí se trata no es de enumerarlos exhaustivamente, sino de aprovechar algunos ejemplos destacados para desde ellos inferir la existencia de un foco morboso original, desde el cual comenzó esta infección generalizada de nuestro cuerpo social. Ese foco original no es otro que el atentado múltiple del 11 de marzo de 2004 que tuvo lugar en el interior de varios trenes de cercanías de Madrid, a partir del cual toda nuestra trayectoria colectiva ha llegado a distorsionarse tan gravemente, empezando por el cambio drástico en la intención de voto en las elecciones del 14 de marzo, tres días después, que de forma inopinada llevaron al poder al PSOE. De qué forma esta trayectoria hacia la catástrofe está vinculada con aquel atentado en el que fallecieron 198 personas y 1.858 resultaron heridas es aún, en gran medida, una incógnita. Pero en la causa penal dirigida por la juez Coro Cillán en la que actualmente se está investigando la supuesta actuación delictiva en aquellos sucesos del que era jefe de los TEDAX por entonces, Juan Jesús Sánchez Manzano, ha quedado en evidencia que la principal prueba utilizada como base de la investigación policial y sobre la que se sustentó la sentencia del juicio del 11-M, la llamada mochila de Vallecas, era una prueba falsa: en esa mochila-bomba (que nadie vio en la estación de El Pozo, de donde supuestamente salió, y que nadie controló cómo llegaba hasta la comisaría de Puente de Vallecas, donde apareció), entre otros varios indicios de falsedad, había metralla, y la entonces Directora del Instituto Anatómico Forense, Carmen Baladía, ha declarado por fin en sede judicial (hasta ahora no se lo habían preguntado) que ninguno de los cuerpos de los fallecidos en el atentado, y por tanto ninguna de las diez bombas que explotaron, contenía metralla. Lo cual, unido a la siniestra desaparición de las toneladas de vestigios de los trenes y de las muestras de los restos de las ropas y enseres recogidos tras la masacre, destinados a sustentar la investigación sobre los explosivos utilizados y el modus operandi de los autores (por citar sólo algunos de los aspectos más relevantes que están quedando acreditados en el juicio contra Sánchez Manzano), deja espeluznantemente abierta la gran incógnita sobre ese suceso que marcó un punto de inflexión definitivo en la marcha de nuestro país hacia la actual catástrofe.
El Gobierno y la práctica totalidad de los miembros destacados de los partidos políticos y de los medios de comunicación han decidido ignorar, cuando no ocultar o impedir activamente el esclarecimiento de este tenebroso asunto cuyos flecos más actuales ni siquiera están llegando a la mayoría de la opinión pública. Pues bien, he aquí la conclusión que juzgo inevitable: mientras no se haga la luz sobre los atentados del 11-M, la infección de nuestro cuerpo colectivo no podrá ser cortada y la grave enfermedad social que estamos sufriendo no podrá ser atajada, porque una vez metabolizada la mentira que envuelve a todo aquello, una gran parte de la opinión pública ha ido incorporando lo que ha venido después como algo natural o como resultado en buena medida de la fatalidad, contra la cual nada puede hacerse.