El momento, los años del Taiwan de los grandes cambios políticos (que abriría paso a... la actualidad en que China de nuevo amenaza con invadirla, pero esa es otra historia), afortunadamente no le inspiró una amalgama de pequeñas estampas con grandes aspiraciones sociológicas ni, menos aún, un fresco sobre un tiempo y un lugar, sino lo habitual en su obra, una compleja indagación en relaciones, múltiples y cruzadas, de personajes que vamos conociendo poco a poco y tanteamos de su mano lo que pueden estar pensando de los otros y sobre todo de ellos mismos, de lo que quisieron ser y no pudieron o de lo que nunca serán.
Que Edward Yang ampliara su radio desde contar lo que le sucedió a él personalmente o a sus amigos ("Hai tan de yi tian", 1982), pasando por una "fábula neorrealista" sobre una ciudad ("Qing mei zhu ma",
1985), hasta alcanzar con esta obra ese tipo de películas en las que se
vio reflejado en algún aspecto cualquier espectador de su tiempo, no le invistió de cronista social, ni le convirtió en abanderado o portavoz de nada. Nada que no fuesen sus perfectos encuadres. Se me ocurre una caso similar, un poco posterior, el del cine de James Gray.
La ambición de "Kong bu fen zi", a la que aludía antes, tiene que ver con cómo estructura Yang sus planos, con su riguroso montaje, que llevan al límite esa capacidad suya para otorgar con un mínimo de diálogos un peso dramático a gestos y palabras desconectadas de una narrativa causal, en la que todo sea consecuencia de algo anterior, afirmado o sugerido. Atreverse a ser más prolijo, más hondo y a filmar con mayor determinación utilizando menos elementos o sustituirlos por otros más sencillos.
Ningún documental, por minucioso que fuese, podría restituir la inquietud y al mismo tiempo la sensación de veracidad que la película aprehende de estos personajes a los que conocemos sobre todo por indicios, porque sería precisamente eso, conocerlos, el punto de apoyo para poder registrar con mayor precisión sus circunstancias.
Un elemento realmente raro de esta película es que la confluencia que poco a poco se produce entre las tres principales historias y otras tantas paralelas que fragmentariamente conocemos, no las aclara ni les otorga sentido y en cierto sentido las complica aún más; el hecho de que lleguen a tocarse y contagiarse unas de otras es producto del respeto al espacio, el temporal y el físico, que provoca que varios, si no todos los habitantes del film, acaben encontrándose y entrecruzándose. Qué fácil hubiese sido aprovechar esa libertad de poder dibujar escenarios que no necesitan del progreso general del film, para abandonar cualquiera de los propuestos por capricho o incapacidad para solucionarlo, cosa que nunca hace Yang.
Se esmera por el contrario en la contemplación individual y en la soledad que acecha a sus personajes y "espera" a que piensen y a que actúen, a veces con la suficiente audacia como para que olviden que son parte de algo mayor que ellos mismos. Mientras, filma con elipsis, gestos inesperados y violencia aún mas sorprendente los encuentros y los desencuentros, de ahí la extraña traducción del título del film, "los aterrorizadores", "los que causan dolor" o hasta "los maníacos del terror", que descubriremos que puede referirse a cualquiera de ellos, en la práctica o en potencia.
Entra entonces en juego, con todas las de la ley, un asunto que en retrospectiva se ha dicho que subyace en la filmografía de Edward Yang y que su último film, "Yi yi" (1999) si no desmiente categóricamente, sí al menos con la rotundidad propia de los films que no llegan en momentos de recapitulación o vejez, pues como es bien sabido, Yang murió con sesenta años, ocho después de rodarlo. Me refiero a la misantropía o el desapego de Yang por sus personajes, comentarios repetidos en cadena por cierto y concentrados justo en esa parte de su vida, cuando más pruebas dio de lo contrario. Por ser "Kong bu fen zi" un film poco sospechoso de bonhomía, un film tenso, salpicado de arrebatos, quizá es el que mejor puede servir para ver cuánto de verdad hay en ese tópico y me temo que a poco se preste atención a lo que sucede en plano y cómo reverberan sus efectos en las secuencias de las que forman parte, es bastante sencillo sentir que el mimo puesto en cada encuadre individual y en cómo filma los instantes de cariño, cercanía, amistad o compasión, no pueden ser obra de un cineasta indiferente. Lo que sucede es que es muy dura la desolación, insoportable el abandono, que se abre un abismo al ver que tiras la vida a la basura o no encuentras un sitio en el que estar, que no vale la pena vivir sin propósito o querer ser algo que se sabe uno nunca podrá alcanzar (el fotógrafo) o estar convencido de no servir para algo y que de repente, sin motivo, alguien decida que sí (la escritora) o que es peor que la familia no sirva para nada que no tenerla, que es descorazonador decidir cambiar o acabar de una vez con algo y ver que no se tienen arrestos ni para acabar con uno mismo. Yang pudo haber entregado un alegato idealista en unos años efervescentes, pero prefiere mirar como lo haría Chantal Akerman al mundo de Michelangelo Antonioni.