No todos los relatos son de amor.
Una silla rota cuelga entre aserrín de madera rota, vidrios y tela para mosquitos, los vasos rotos y la comida regada por toda la cocina.
Mamá limpia con lágrimas en los ojos y un puchero que no termina por convertirse en llanto desmedido. Está luchando consigo misma, contra sus demonios y su decepción. Tiene las manos sucias, algunos moretones; es cuestión de tiempo hasta que se rompa.
Papá se cree muy hombre porque le ha pegado y yo no puedo sino enrollarme algo aterrado con mis brazos en posición fetal. Si le ha hecho eso a la persona que tomó ante Dios, ¿qué no va a hacerme a mí? ¿qué no va a hacerle al prójimo?
No todos los relatos son de amor
y no todas las promesas se cumplen al pie de la letra.
Es difícil aceptar que no todos los seres humanos somos capaces de conservar un sentimiento por mucho tiempo. Cuando nos damos cuenta, hemos reemplazado el amor por cualquier otra cosa, incluso por odio. Lo he aprendido de la manera difícil. Papá ríe. Lo disfruta. El hijo de puta ríe, se fuma un cigarro y acomoda la hebilla del pantalón como si hubiera cogido toda la noche cual Dionisio. Tan sólo ha levantado la mano contra una mujer. El muy cabrón se arregla para salir a beber con sus amigos y en el fondo del cuadro, nosotros, incapaces de liberar un poco dolor sin temer por las represalias.
No es una cuestión física. No son las heridas de nuestros cuerpos. Ni siquiera es cosa del miedo que tenemos mamá y yo. Es algo más de adentro, del corazón, de nuestra alma. Nos han roto las alas. Nos han dejado sin credo, sin hogar, nos han usado para satisfacer una necesidad primaria que resulta absurda y únicamente válida para saciar el apetito de ego, de control, de hombría miserable.
¿En qué momento tanto amor se convirtió en tanto odio?
Un portazo al otro extremo me devuelve a la pequeña casa de madera donde creí poder construir mis mejores momentos de la infancia. Me devuelve los pensamientos y entonces nos cae el veinte de lo que sucede. Mamá ya no llora. Grita. Golpea el piso sin importar los vidrios que se incrusta en el dorso de la mano por las vajillas rotas.
Demasiado color negro
para un alma tan generosa.
Tomo sus mejillas con mis manos, le beso la frente y los dos nos sinceramos en un abrazo tan fuerte que nos libera. Me dice que no todos los relatos hablan de amor y yo me quedo con eso en el corazón. Se han marchado y nos han dejado con las alas rotas, con todas las promesas rotas.
Y la impotencia de no poder pretender que el cielo es bueno y escucha mi voz.
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