Una de las ventajas de salir fuera, de viajar al extranjero, es la de observar cómo otras sociedades se desenvuelven y hacen las cosas. Las ofertas turísticas, las visitas guiadas, los conciertos… Uno va por ahí y toma nota. Y luego lo compara con su ciudad, en este caso Zamora. En los últimos años he viajado con frecuencia y así mi pensamiento ha cambiado en mi manera de ver las ciudades. Es posible que alguna de las ideas que sostengo en este artículo se contradiga con antiguos artículos, pero como diría Francisco Umbral, ahora mismo no me voy a levantar a mirarlo. En cualquier ciudad a la que uno viaje en el extranjero pasa por varios puentes. Eso ya lo dijimos aquí. Las ciudades necesitan puentes y se hacen. En mi tierra no, claro. En Zamora construir un puente acarrea tantos debates ciudadanos, tantos años de pasarse la patata caliente entre los gobernantes, tantas polémicas, que al final sí, se construye, pero décadas después. Y hasta entonces lo único que hemos hecho ha sido, claramente, perder nuestro valioso tiempo: el de los ciudadanos y el de los políticos.
En esas ciudades que visito, da igual que sean grandes o pequeñas, siempre encuentro un museo en cada esquina (por supuesto, estoy exagerando, que es otra manera de divertirnos un poco). Algunos de esos museos valen el precio de la entrada y uno sale satisfecho con toda la colección de obras y de fotografías que ha visto. Otros son un poco paupérrimos y demuestran dos cosas: que a ciertas personas no se les cae la cara de vergüenza tras cobrar cuatro o cinco euros, o los que sean, por cuatro imágenes y una pintura del artista local; y que fuera saben hacer dinero. Recuerdo la frustrante visita a la casa donde nació Franz Kafka en Praga, a un paso de la Plaza de la Ciudad Vieja: cobraban entrada por pasar a una sala en la que apenas había un puñado de fotos y poco más. Cuando reparabas en la pequeña estafa ya habías pagado el importe y te quedabas con cara de póker. En muchas de las ciudades que conozco basta con tener algo de obra del homenajeado, no demasiada en algunos casos, y muchas fotografías enmarcadas. Y con eso se monta el museo, se pone precio en la puerta con una señora que cobre y todos picamos como moscas. No siempre es una estafa. En Berlín, por ejemplo, visité los museos de la Topografía del Terror, el Museo sobre el Muro y el Museo de la Stasi, entre otros, y las visitas merecieron la pena.
En esas ciudades, por pequeñas que sean, los gestores culturales siempre rebuscan entre los personajes célebres y ya fallecidos que allí nacieron o que allí pasaron una temporada, y se apresuran en montar el museo de marras. Y, cada vez que entro en una de esas casas o de esas salas, me pregunto por qué es tan difícil hacer lo mismo en mi tierra. Porque en Zamora (y me dan lo mismo las razones, pues al final sólo serán un cúmulo de excusas para la tardanza o la incompetencia) no veo museos sobre León Felipe, Claudio Rodríguez, Clarín o Delhy Tejero, por citar unos cuantos. Y el museo sobre Baltasar Lobo no es precisamente una maravilla, como ya demostrara en su día, mediante un artículo, el escritor Tomás Sánchez Santiago. Pero es que, en mi tierra, aparte de lo difícil que parece ser sacar adelante un proyecto cultural, siempre hay cien polémicas aparejadas entre los gobernantes, la oposición y los ciudadanos: que si no se debería cobrar entrada, que si mejor abrir la sala en mi barrio, que si hay una disputa por los papeles, que si esto y que si aquello. Y la conclusión es la de siempre: que, finalmente, no se hace nada. O se tarda décadas en hacer realidad el proyecto.
El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla