No existe un derecho natural que no sea absoluto. Si se establece que un derecho es natural y, no obstante, limitado por otro derecho, ha de concluirse -en contra de la premisa- que ambos derechos no son naturales, pues al limitarse mutuamente dependen de la autoridad de un tercero, el cual debe reconocerlos no según criterios de verdad sino de mera oportunidad o conveniencia. Así, si la libertad deambulatoria encuentra su límite en el derecho a la propiedad, y el derecho al matrimonio en el derecho a la indemnidad sexual, es evidente que ninguno de los dos derechos tiene fuerza suficiente para subsistir a pesar del otro. Luego, dado que ambos presuponen la existencia de la sociedad, que entraña siempre una pluralidad de intereses en conflicto, ambos se subordinan al Estado, que puede cercenarlos o redefinirlos y, dado el caso, suspenderlos o eliminarlos.
No hay límite en la facultad limitativa del Estado. Éste no puede decidir sobre la verdad, al ser anterior a todo cuerpo social y superior a toda opinión o deseo, pero sí tiene el deber de determinar qué es oportuno o conveniente. De manera que el Estado jamás ostentará el poder de abrogar la verdad, que es el único derecho natural y absoluto, si bien podrá hacer cuanto le plazca con los demás derechos en tanto esté en posesión efectiva de sus facultades. Por lo que es necesario confesar que el único derecho que el Estado no puede otorgarnos es el derecho a errar o a prescindir de la verdad, y que por ello no está en su mano claudicar en el deber absoluto de imponerla.